miércoles, 1 de junio de 2011

El corazón de la dignidad*


Javier Sicilia


En el antiguo Derecho Romano había una figura terrible: el homo sacher (el hombre sagrado), un ser humano que el Estado no protegía y que, abandonado a su suerte, cualquiera podía asesinar impunemente. Ese hombre había sido reducido a lo que los griegos llamaban zoe, la vida no protegida, la vida de un animal.

Algunos milenios después, paradójicamente en la era de la democracia y de los derechos humanos, todos los ciudadanos de mi país nos hemos convertido en hombres sagrados. Desde hace cuatro años, jóvenes, niños, ancianos, hombres y mujeres en México --desprotegidos por el Estado que extravió su vocación primera: cuidar de la seguridad de los ciudadanos--, podemos ser secuestrados, levantados, humillados, desaparecidos y asesinados de maneras tremendamente cruentas, sin que nuestra muerte encuentre después la justicia que le correspondería (sólo 2% de los crímenes que suceden en México son resueltos).

Criminalizados, convertidos en cifras y expedientes abandonados en los aparatos de justicia, 40 mil muertos y 10 mil desaparecidos –a los que diariamente se suman otros a lo largo del territorio mexicano— son el saldo que nos acompaña desde que el presidente Felipe Calderón y la política antinarco de Estados Unidos decidieron declararle la guerra al narcotráfico en México.

Las cifras, meras abstracciones estadísticas en el imaginario administrativo –números, sólo números--, parecen no decir nada. Sin embargo, detrás de cada una de ellas hay rostros, historias mutiladas y familias rotas. Piensen simplemente en sus hijos, en los amigos de sus hijos, en los hombres, las mujeres y niños que todos los días encuentran a su paso por la calle, e imagínenlos muertos, asesinados; piensen después en ustedes mismos y en los familiares de esos rostros muertos y podrán tener una evidencia clara del horror y de la inhumanidad indecible que hay detrás de esas cifras, de esas “bajas colaterales” como despectivamente las nombra el gobierno y sus aparatos administrativos.

Las causas de este horror son múltiples y profundas. Son el resultado de una guerra absurda, del largo pudrimiento de las instituciones de México y de la insensibilidad política de Estados Unidos que, para mal evitar su consumo de droga, ha instalado en México una guerra que no ha disminuido en nada ni el tráfico ni el consumo y que nos está costando miles de muertos y de desaparecidos.

Mientras en Estados Unidos, gente como Charlie Sheen o Paris Hilton elogian y promueven el consumo de la droga en sus espectáculos y en los medios de comunicación, nosotros estamos obligados a perseguir a sus productores; mientras Estados Unidos tiene legalizada una industria peor que la droga: la armamentista, que arma tanto a las fuerzas del Estado mexicano como a las del crimen organizado, nosotros ponemos diariamente los muertos, el sufrimiento y el miedo; mientras bancos e instituciones norteamericanas coludidas con bancos e instituciones mexicanas lavan dinero, los ciudadanos de México vivimos en la miseria y el terror.

Esa política está en todos sentidos equivocada. Por un lado, la droga no es un asunto de criminalidad, sino de salud pública. En una sociedad hipereconomizada, la droga, al igual que el alcohol, debe entrar en las leyes férreas del mercado, debe ser despenalizada y aceptar esa despenalización como un fracaso del Estado y de la sociedad, como un mal menor (si se hubiese legalizado no tendríamos 40 mil muertos, 10 mil desaparecidos y un inmenso dolor en muertos corazones).

Por otro lado, una Ley de Seguridad Nacional, basada en la violencia y comandada desde instituciones cooptadas, corrompidas y ajenas al servicio de la nación, sólo puede perpetuar la criminalidad y el horror. México no sólo está destruido en sus instituciones sino en su tejido social, y una buena Ley de Seguridad Nacional debe tomar en cuenta esos factores. No sólo el marco legal que proteja los derechos humanos frente a un Ejército que absurdamente fue sacado de sus cuarteles para realizar tareas policiacas, sino también, el proceso y los tiempos en que el Ejército debe volver a sus cuarteles, la creación de una seguridad basada no sólo en una reacción contra la violencia del crimen organizado, sino en la seguridad y la prevención del crimen a partir de modelos ciudadanos, políticas que protejan el campo –gravemente destruido--, que atiendan a la educación –abandonada--, los salarios miserables y el desempleo, en síntesis una política de seguridad que mire los problemas de México de manera integral.

Desde el espantoso asesinato de mi hijo Juan Francisco y de sus amigos, la sociedad mexicana empezó a movilizarse. Al comenzar a nombrar a nuestros muertos y la injusticia e inhumanidad en la que está absurda guerra nos ha hundido; al romper el miedo y unirnos en el consuelo, hemos ido construyendo una unidad nacional ciudadana que busca la refundación de las instituciones, el alto a la guerra y la construcción de una paz con justicia y dignidad. Nuestro dolor no se ha convertido en una fuente de odio, sino de una dignidad que busca rehacer la paz, el amor y la justicia que un gobierno corrupto, una equívoca Ley de Seguridad Nacional, basada en la guerra y en una estúpida política bilateral con Estados Unidos, nos han arrancado.

Es necesario también, en esta movilización, que la sociedad norteamericana contribuya a esa transformación. Su responsabilidad en los crímenes y la injusticia que vivimos es absoluta. Su consumo de drogas, su apoyo irrestricto a una guerra que no se atreve a tener dentro de su territorio, su industria armamentista que nos está asesinando (México se ha vuelto uno de los consumidores fundamentales de su armamento), deberían hacer que los ciudadanos de Estados Unidos se movilizaran para exigirle a su gobierno un cambio en esta estrategia que día con día nos está costando mucho en vidas, en dolor y en destrucción. Si no lo hacen, serán cómplices de crímenes de lesa humanidad.

Al recibir el premio que Global Echange otorga cada año a una persona que se ha entregado a la defensa de los derechos humanos, yo, y mi hijo asesinado, que llevó en mi corazón como una presencia viva del dolor, somos el rostro de esas víctimas y de esos padres, hermanos e hijos que han visto morir a sus seres queridos injustamente y de manera impune.

En nombre de todos ellos, convertidos, para desgracia de lo humano, en hombres sagrados, lo recibimos como un gesto de amor y de solidaridad de un pueblo hermano que puede ayudarnos mucho en esta largo y doloroso camino que los mexicanos hemos emprendido por la paz, el consuelo y la justicia. México y Estados Unidos deben en este caso preferir el esfuerzo de la razón a la política del poder y de la guerra. Hay que elegir hoy entre hacer cosas humildes y eficaces o aceptar el crimen y la imbecilidad como regla de vida. Me parece que no es difícil la elección. Este esfuerzo que emprendimos con el Movimiento por una Paz con Justicia y Dignidad, y que pedimos al pueblo de Estados Unidos compartir y apoyar, es una prueba de amor y de confianza en lo mejor del hombre y de nosotros mismos. Es la prueba de que a pesar del horror y el miedo que quieren instalarnos, los ciudadanos aún nos sentimos lo suficientemente firmes para continuar buscando la paz, la justicia, la libertad y la democracia que nos están arrancando.

Ciertamente el México de hoy, tan destruido y adolorido, no permite la esperanza. Pero el movimiento que estamos gestando y esta fuerza en la debilidad del dolor y del amor que nos une y nos convoca ilustran esa impotencia de la fuerza de la que alguna vez habló Napoleón con Fontanes: “A la larga, Fontanes, el espíritu termina siempre por vencer a la espada (…)”. “A la larga sí –como dijo alguna vez esa gran conciencia moral que fue Albert Camus al citar a Napoleón--. Pero después de todo, una buena regla de conducta es pensar que el espíritu libre siempre tiene razón y acaba siempre por triunfar, porque el día en que deje de tener razón será aquel en que la humanidad entera deje de tenerla y la historia de los hombres pierda su sentido”.



* Discurso pronunciado en San Francisco, California, al recibir el Premio de Derechos Humanos de Global Exchange.

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