jueves, 24 de junio de 2010

Una trabajadora, una historia

miércoles 23 de junio de 2010


Lupita - día 60



Nombre: María Guadalupe Vázquez Guzmán
En huelga de hambre desde: 3 de mayo
Edad: 38 años
Puesto en LyFC: Secretarias
Se nos acaba el tiempo. A mí, a ellos y ellas, a todos nosotros. Ya no es tiempo de andar contando la vida de nadie cuando ni fuerzas tienen estos hombres y mujeres para incorporarse. Aún así continúo en mi empeño, porque hice la promesa de que estaría con ellos hasta el final. Translúcidos, parecen ya luciérnagas: la piel tirante deja entrever el brillo interior. Alucinados tras más de cincuenta días sin probar bocado, el cuerpo se les va desintegrando y deja al descubierto los huesos de su voluntad. Es algo terrible, de una belleza brutal y absurda, contemplar el fuego absoluto de sus almas. Algo sobrecogedor, fantasmagórico. Si el mundo a su alrededor duda –o dicen que duda, porque ya es difícil saber nada con certeza- la voluntad de los huelguistas, en cambio, no admite debilidad alguna. No admiten concesiones ni dudas ni lloriqueos. Lupita tiene la voz tan débil que apenas la oigo. Se incorpora con dificultad sobre su catre para atender a mi petición que tal vez raya en lo absurdo: cuéntame tu vida. Se incorpora y vence su dolor y su cansancio y comienza a enlazar palabras para contarme en un torrente alucinado exactamente lo que le he pedido: su vida.
Aunque ya tiene treinta y ocho años, Lupita parece mucho más joven. Es una mujer hermosa y cálida, indefinible, a caballo entre la tradición y la rebeldía. Tiene un aire alucinado de personaje de ficción, con su delgadez extrema, su cabello pintado de rojo y los gestos finos y decididos. Natural de San Pedro Zictepec (“de provincia”, dice ella), municipio de Tenango del Valle, decidió entrar a LyFC unilateralmente. Su padre, un hombre estricto y tradicional, poco dado a muestras de cariño, se opuso frontalmente: de él no obtendría ninguna ayuda para entrar a la empresa. En LyFC había trabajado él y trabajaban los dos hermanos de Lupita, pero el paso le estaba vedado a ella, por ser mujer. Lupita enfrentó a su padre y recabó la ayuda de uno de sus hermanos, que se comprometió a ayudarla. No fue fácil. Cinco años tardó su hermano en poder cumplir su palabra. Llamó a todas las puertas y pidió ayuda. Finalmente, inscrita ya en el sindicato, Lupita obtuvo un voto de confianza, paso previo para poderse presentar al examen de secretaria. Presentó en primer lugar sus acreditaciones –había estudiado para secretaria y trabajaba como tal para un candidato político-. Su padre se burlaba de ella: jamás lograría el puesto. El día del examen, ciento ochenta candidatas lucharon por diez plazas. Su padre la acompañó, insistiendo aún en que no lo iba a lograr y que ello representaría una vergüenza para la familia. Hubo examen de matemáticas, de ortografía, de taquigrafía y de transcripción a máquina. Lupita salió la primera, casi llorando. Sabía que no habría otra oportunidad.
Quedó la segunda, con un 9.7. Recibió la noticia semanas más tarde, mientras se recuperaba de una extraña enfermedad de la piel. Del susto se le quitó la alergia y aquél día se ganó a su padre para siempre. Admitió que su hija Lupita era distinta, que no podría doblegar su voluntad. Y la aceptó.
-Me saliste más callejera que los hombres- protestaba su padre
-Nunca tendrás de qué avergonzarte de mí – replicaba ella
Su novio regresó de Estados Unidos a la par que ella obtuvo –finalmente- su ansiado puesto en LyFC. Regresó cargado de regalos y reproches, pero ella accedió a irse a vivir con él. Sin previo aviso. Sin boda. Tal vez tuvo un presentimiento de lo que iba a venir, porque ni la presión de su propia familia ni la presión del novio fueron suficientes para convencerla. Su familia, horrorizada, dejó de hablarle durante tres meses. No recuperó la comunicación con ellos hasta que su padre, preocupado, llamó a su novio para suplicarle que no impidiera a Lupita trabajar en LyFC. ¡Le había costado tanto conseguir el puesto! Tampoco hubiera podido: Lupita hizo siempre lo que quiso. Continuó trabajando en LyFC y tuvo un hijo. Poco a poco, la relación empeoró. Lupita comenzó a cargar con todo el peso de la casa. Al cierre de LyFC, las cosas se precipitaron. Los gritos y reproches se hicieron frecuentes. Su novio, que al principio la había apoyado en la lucha del sindicato, ahora le exigía liquidarse. Lupita fue inflexible. Entre él y el sindicato, escogió sin dudarlo al sindicato. Agarró a su hijo y se regresó con sus padres sin mirar atrás. Su padre la contempló en silencio unos instantes:
-Ay, flaca…ya sube a descansar.
Dice que no ha venido a morir, como en un principio temió su familia. Les dio miedo que hubiese acudido a la huelga de hambre para dejarse morir, a causa de su novio. Ella los enfrentó de nuevo: solo por un hombre daría la vida, y ese es mijo. No, no ha venido a morir, porque se debe a su hijo. Pero confiesa que prefiere morir a quedar dañada irreversiblemente. ¿De qué le serviría a su hijo una madre enferma? Mientras escribo esto, me dicen que ya se llevan a Lupita. Pronto su hijo podrá verla de nuevo: ¡estará tan contento! Lupita se venía sintiendo mal desde hace días. Ahora Lupita ya no está en el campamento. Me alegro y me entristezco a partes iguales. Pero no debo mostrar mi tristeza: ella me lo pidió. Sean fuertes, dijo. La tristeza es muy contagiosa, no la muestren, si no, al rato, esto va a ser un contagiadero de frustraciones. Deben ser fuertes porque nosotras no tenemos ya fuerzas para estar dando ánimos a las visitas. Ahí les encargo, pues, su recado: permanezcan fuertes.


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