miércoles, 29 de agosto de 2012

La llama muerta. Riszard Kapuscinski


La llama muerta

Querido Señor:
¿Por qué no dejas el sol para la noche, cuando más lo necesitamos?
BARBARA (Cartas de los niños a Dios, Ed. Pax, 1978)

La revolución puso fin a la soberanía del sha. Destruyó su palacio y enterró la monarquía. Este acontecimiento tuvo su principio en un aparentemente pequeño error que había cometido el poder imperial. El poder dio un paso en falso y se condenó a la destrucción.

Por lo general, las causas de una revolución se buscan entre las condiciones objetivas: en la miseria generalizada, en la opresión, en abusos escandalosos. Pero este enfoque de la cuestión, aunque acertado, es parcial, pues condiciones parecidas se dan en decenas de países y, sin embargo, las revoluciones estallan en contadas ocasiones. Es necesaria la toma de conciencia de la miseria y de la opresión, el convencimiento de que ni la una ni la otra forman parte del orden natural del mundo. No deja de ser curioso que sólo el experimentarlas, por más doloroso que ello resulte, no es, en absoluto, suficiente. Es imprescindible la palabra catalizadora, el pensamiento esclarecedor. Por eso los tiranos, más que al petardo o al puñal, temen a aquello que escapa a su control: las palabras. Palabras que circulan libremente, palabras clandestinas, rebeldes, palabras que no van vestidas de uniforme de gala, desprovistas del sello oficial. Pero ocurre también que precisamente las palabras oficiales, con su uniforme y su sello, provocan una revolución.

Hay que distinguir la revolución de la revuelta, del golpe de Estado o de palacio. Un atentado o una sublevación militar se pueden planificar; una revolución, jamás. Su estallido, el momento en que se produce, sorprende a todos, incluso a aquellos que la han hecho posible. Se quedan atónitos ante el cataclismo que surge de repente y arrasa todo lo que encuentra en su camino. Y lo arrasa tan irremisiblemente que al final puede destruir hasta los lemas que lo desencadenaron.

Es errónea la creencia de que los pueblos maltratados por la historia (que son la mayoría) viven con el pensamiento puesto en la revolución, que ven en ella la solución más sencilla. Toda revolución es un drama, y el hombre evita instintivamente las situaciones dramáticas. Cuando se encuentra en situación semejante, busca febrilmente salir de ella; aspira a la tranquilidad, a la rutina de cada día. Por eso las revoluciones nunca duran mucho tiempo. Son el último cartucho, y cuando un pueblo decide echar mano de él es porque una larga experiencia le ha enseñado que no le queda ninguna otra salida. Todos los demás intentos han fracasado; han fallado los demás recursos.


Toda revolución viene precedida por un estado de agotamiento general y se desarrolla en un marco de agresividad exasperada. El poder no soporta al pueblo que lo irrita y el pueblo no aguanta al poder al que detesta. El poder ha perdido ya toda la confianza y tiene las manos vacías; el pueblo ha perdido los restos de su paciencia y aprieta los puños. Reina un clima de tensión y agobio, cada vez más insoportable. Empezamos a dejarnos dominar por una psicosis del terror. La descarga se acerca. Lo notamos.

Atendiendo a las técnicas de lucha, la historia conoce dos tipos de revolución. El primero es la revolución por asalto y el segundo, la revolución por asedio. En el caso de la revolución por asalto, lo que determina su ulterior destino y su éxito es la profundidad del primer golpe. ¡Atacar y ocupar la mayor cantidad de terreno posible! He ahí lo importante, pues una revolución de este tipo, con ser la más violenta, es, también, la más superficial. El adversario ha sido derrotado, pero, al ceder, ha conservado parte de sus fuerzas. Contraatacará y forzará a retroceder a los vencedores. Por eso, cuanto más lejos lleve el ataque inicial más terreno retendrá la revolución a pesar de los retrocesos ulteriores. En una revolución por asalto la primera etapa es la más radical. Las siguientes son un retroceso, lento pero constante, hasta un punto en que ambas fuerzas, la rebelde y la conservadora, llegan a un compromiso definitivo. Es distinto el caso de la revolución por asedio: en ésta el primer golpe es, por lo general, débil; resulta difícil advertir que anuncia un cataclismo. Pero los acontecimientos, que no tardan en sucederse, cobran vida y dramatismo. Participa en ellos un número de gente cada vez mayor. Los muros tras los cuales se refugia el poder se agrietan y rompen. El éxito de la revolución por asedio depende de la determinación de los sublevados, de su fuerza de voluntad y de su aguante. ¡Un día más! ¡Un esfuerzo más! Al final las puertas acaban cediendo. La muchedumbre irrumpe en el interior y celebra su triunfo.

El poder es quien provoca la revolución. Desde luego no lo hace conscientemente. Y, sin embargo, su estilo de vida y su manera de gobernar acaban convirtiéndose en una provocación. Esto sucede cuando entre la élite se consolida la sensación de impunidad. Todo nos está permitido, lo podemos todo. Esto es ilusorio, pero no carece de un fundamento racional. Porque, efectivamente, durante algún tiempo parece que lo pueda todo. Un escándalo tras otro, una injusticia tras otra quedan impunes. El pueblo permanece en silencio; se muestra paciente y cauteloso. Tiene miedo, todavía no siente su fuerza. Pero, al mismo tiempo, contabiliza minuciosamente los abusos cometidos contra él, y en un momento determinado hace la suma. La elección de este momento es el mayor misterio de la historia. ¿Por qué se ha producido en este día y no en otro? ¿Por qué lo adelantó este y no otro acontecimiento? Si ayer, tan sólo, el poder se permitía los peores excesos y, sin embargo, nadie ha reaccionado. ¿Qué he hecho, pregunta el soberano sorprendido, para que de repente se hayan puesto así? Y he aquí lo que ha hecho: ha abusado de la paciencia del pueblo. Pero ¿por dónde pasa el límite de esta paciencia, cómo determinarlo? En cada caso la respuesta será diferente, si es que existe algo que se pueda definir a este respecto. Lo único seguro es que sólo los poderosos que conocen la existencia de este límite y saben respetarlo pueden contar con mantenerse en el poder durante mucho tiempo. Pero éstos son escasos.

¿De qué manera el sha había traspasado este límite, pronunciando así la sentencia contra sí mismo? Todo se desencadenó a partir de un artículo en un periódico. Una palabra no sopesada puede hacer volar al más grande de los imperios; el poder debería saberlo. Parece que lo sepa, parece que esté alerta, pero en algún momento le falla el instinto de conservación. Confiado y seguro de sí mismo, comete el error de la arrogancia y se derrumba. El 8 de enero de 1978 apareció en el diario gubernamental Etelat un artículo que atacaba a Jomeini. En aquel tiempo Jomeini vivía en el exilio; luchaba desde allí contra el sha. Perseguido por el déspota y expulsado posteriormente del país, era el ídolo y la conciencia del pueblo. Destruir el mito de Jomeini significaba destruir la santidad, arruinar la esperanza de los oprimidos y humillados. Y ésta, precisamente, había sido la intención del artículo.

¿Qué hay que escribir para acabar con el adversario? Lo mejor es demostrar que no se trata de uno de los nuestros, que es un extraño. Con tal fin se crea la categoría de auténtica familia. Nosotros, tú y yo, el poder y el pueblo, formamos una familia. Vivimos unidos, todo nos va bien, estamos en casa. Compartimos techo y mesa, podemos comprendernos, siempre nos echamos una mano. Desgraciadamente no estamos solos. En derredor nuestro se amontonan los extraños que quieren destruir nuestra paz y ocupar nuestra casa. ¿Quién es un extraño? Un extraño es, sobre todo, alguien peor y, a la vez, alguien peligroso. ¡Si sólo fuese peor y se mantuviera al margen! ¡Pero no! Molestará, enturbiará y destruirá. Provocará, aturdirá y devastará. El extraño te acosa y es causa de tus desgracias. Y ¿dónde radica la fuerza del extraño? Radica en que lo respaldan fuerzas extrañas. Se las defina o no, una cosa es segura: son prepotentes. Lo son, claro está, si las minusvaloramos. En cambio, si nos mantenemos alerta y las combatimos, somos más fuertes que ellas. Y ahora mirad a Jomeini. Es un extraño. Su abuelo era de la India, así que puede plantearse la pregunta: ¿qué intereses representa ese nieto de extranjero? Esta fue la primera parte del artículo. La segunda estaba dedicada a la salud. ¡Qué bien que todos estemos sanos! Y lo estamos porque nuestra auténtica familia es también una familia sana. Sana de cuerpo y de alma. ¿Gracias a quién? Gracias a nuestro poder, que nos asegura una vida buena y feliz, y por eso es el mejor poder bajo el sol. Por consiguiente, ¿quién puede oponerse a un poder así? Sólo aquel que no está en su sano juicio. Si éste es el mejor poder, hay que estar loco para combatirlo. Una sociedad sana debe apartar a semejantes orates, debe enviarlos a lugares de aislamiento. Qué bien hizo el sha expulsando del país a Jomeini. De lo contrario se le hubiera tenido que mandar a un manicomio.

Cuando el periódico que publicaba este artículo llegó a Qom, una gran indignación se apoderó de la gente, que empezó a congregarse en calles y plazas. Quien sabía leer lo leía en voz alta a los demás. La gente, soliviantada, formaba grupos cada vez más numerosos, en los que se gritaba y se discutía; el vicio de los iraníes es llevar a cabo interminables discusiones en cualquier lugar y a cualquier hora del día o de la noche. Los grupos más excitados por la discusión empezaron a actuar como imanes, atrayendo a un auditorio cada vez mayor de nuevos curiosos. Al final una gran multitud llenó la enorme plaza. Y esto es, precisamente, lo que menos gusta a la policía. ¿Quién autorizó esta inmensa asamblea? Nadie. No existía tal autorización. ¿Quién autorizó que se profiriesen gritos? ¿Quién permitió agitar los brazos? La policía sabía de antemano que estas preguntas eran retóricas y que, simplemente, debía ponerse manos a la obra.

Ahora el momento más importante y que va a decidir el destino del país, del sha y de la revolución será el momento en que un policía reciba la orden de abandonar su formación, acercarse a un hombre de entre la multitud y ordenarle a voz en cuello que se vaya a su casa. Tanto el policía como el hombre de la multitud son personas sencillas y anónimas, y, sin embargo, su encuentro tendrá un significado histórico. Ambos son personas adultas que han vivido ya algo y han acumulado experiencia. La experiencia del policía: si le pego un grito a alguien y levanto la porra, éste se aterrorizará y echará a correr. La experiencia del hombre de la multitud: al ver acercarse a un policía me entra el pánico y hecho a correr. Basándonos en estas experiencias, completamos el guión: el policía grita, el hombre huye, tras él huyen los demás, la plaza queda vacía. Esta vez, sin embargo, todo se desarrolla de una manera diferente. El policía grita, pero el hombre no huye. Se queda donde está y mira al policía. Su mirada es vigilante, todavía contiene algo de miedo, pero, al mismo tiempo, es dura y descarada. ¡Sí! El hombre de la multitud mira descaradamente al poder uniformado. Se queda plantado donde está. Después mira a su alrededor y ve las miradas de los demás. Son parecidas: vigilantes, todavía con una sombra de miedo, pero ya firmes e inexorables. Nadie huye a pesar de que el policía sigue gritando. Al final llega un momento en que se calla; se produce un breve silencio. No sabemos si el policía y el hombre de la multitud se han dado cuenta de lo que acaba de ocurrir. De que el hombre de la multitud ha dejado de tener miedo y de que esto es el principio de una revolución. La revolución empieza en este punto. Hasta ahora, cada vez que se acercaban estos dos hombres, inmediatamente un tercer personaje cobraba forma y se interponía entre ellos: el miedo. El miedo aparecía como aliado del policía y enemigo del hombre de la multitud. Imponía su ley, lo resolvía todo. Y ahora estos dos hombres se encuentran cara a cara y el miedo ha desaparecido, se lo ha tragado la tierra. Hasta este momento la relación entre ambos estaba cargada de emociones, donde cabían la agresividad, el desprecio, la furia y el temor. Pero ahora, cuando ha desaparecido el miedo, esta unión, perversa y odiosa, de repente se ha roto; algo se ha acabado, algo se ha apagado. Los dos hombres se han neutralizado; resultan recíprocamente inútiles, cada uno puede ir a lo suyo. Así que el policía da media vuelta y empieza a dirigir sus pesados pasos hacia la comisaría, mientras que el hombre de la multitud se queda en la plaza, acompañando por algún tiempo con la mirada al enemigo que se aleja.

El miedo: un depredador cruel y voraz que vive dentro de nosotros. Nunca permite que lo olvidemos. Continuamente nos paraliza y nos tortura. No cesa de exigir alimento, siempre debemos saciar su hambre. Nosotros mismos nos cuidamos de que coma sólo de lo mejor. Sus platos favoritos se componen de chismes siniestros, de malas noticias, de pensamientos aterradores y de imágenes de pesadilla. De entre un millón de chismes, noticias y pensamientos siempre elegimos los peores, es decir, aquellos que más le gustan. Los más adecuados para saciarlo, para satisfacer al monstruo. Vemos aquí a un hombre que, con la cara pálida y gestos de inquietud, escucha lo que le cuenta otro. ¿Qué pasa? Que está alimentando su miedo. ¿Y si no tenemos alimento alguno? Febrilmente lo inventamos. ¿Y si no podemos inventarlo (cosa que ocurre en contadas ocasiones)? Corremos a buscarlo entre otros; preguntamos a la gente, escuchamos y coleccionamos noticias hasta que, por fin, conseguimos saciar nuestro miedo.

Todos los libros dedicados a las revoluciones empiezan por un capítulo que trata de la podredumbre de un poder a punto de caer o de la miseria y los sufrimientos de un pueblo. Y, sin embargo, deberían comenzar por uno que se ciñera al aspecto psicológico de cómo un hombre angustiado y asustado de pronto vence su miedo y deja de temer. Debería describirse todo este extraño proceso, que, algunas veces, se desarrolla en tan sólo un momento, que es como una sacudida, como una purificación. El hombre se deshace del miedo, se siente libre. Sin eso no habría revolución alguna.

El policía regresa a la comisaría y da parte a su comandante de lo ocurrido. El comandante envía a los tiradores con la orden de ocupar posiciones en los tejados de las casas que rodean la plaza. El en persona va en su coche hasta el centro y por los altavoces insta a la multitud a dispersarse. Pero nadie quiere escucharle. Entonces se retira a un lugar seguro y da la orden de abrir fuego. Una lluvia torrencial de balas de ametralladora cae sobre las cabezas de la gente. Cunde el pánico, se crea un tremendo caos, el que puede huye. Al cabo de un tiempo cesa el tiroteo. En la plaza sólo quedan los muertos.

No se sabe si le enseñaron al sha las fotografías de esta plaza obtenidas por la policía justo después de la masacre. Tal vez se las enseñaran. Tal vez no. El sha trabajaba mucho; puede que no tuviera tiempo. Su jornada empezaba a las siete de la mañana y terminaba a medianoche. En realidad sólo descansaba en invierno, cuando iba a esquiar a St. Moritz. Pero incluso allí se permitía apenas dos o tres descensos, pues en seguida volvía a su residencia para trabajar. Recordando aquellos tiempos, madame L. dice que la emperatriz se comportaba en St. Moritz muy democráticamente. Como prueba de ello me muestra una fotografía en la que se ve a la esposa del sha haciendo cola para subir a un telesilla[1]. Así, sin más: una mujer esbelta de aspecto agradable espera su turno apoyada en unos esquíes. Y, sin embargo, dice madame L., tenían tanto dinero que podía exigir que se construyese un telesilla ¡sólo para ella!

Aquí a los muertos los envuelven en sábanas blancas y los depositan en unas andas. Los que las llevan van a paso ligero, a veces casi corriendo; todo da la impresión de una gran prisa. El cortejo fúnebre se apresura, se oyen gritos y lamentos, una gran inquietud y excitación se apodera de los enlutados. Como si el muerto les molestara con su presencia, como si quisieran devolverlo a la tierra lo más pronto posible. Luego se coloca comida sobre la tumba y empieza el banquete. Todo aquel que pase por allí será invitado a tomar parte en él. Si no tiene apetito, deberá aceptar aunque sólo sea una fruta, una manzana o una naranja, pero algo deberá comer.

Al día siguiente empieza el período en que la gente rememora la vida del muerto, su buen corazón y su honrado carácter. Esto dura cuarenta días. Al cumplirse el cuadragésimo día, se reúnen en casa del difunto los que fueron sus familiares, amigos y conocidos. Alrededor de la casa se congregan los vecinos. Está allí toda la calle, todo el pueblo; se forma toda una multitud. Es una multitud que recuerda, que se lamenta. El dolor y la pena aumentan en un crescendo desgarrador hasta alcanzar su apogeo, fúnebre y desesperado. Si la muerte ha sido natural, acorde con el destino del nombre, tras varias horas de exaltación y éxtasis, un clima de abotargada y humilde resignación vendrá a apoderarse de esta asamblea, que puede durar todo un día y toda una noche. Pero si la muerte ha sido violenta, una muerte a manos de alguien, la multitud se ve invadida por el ansia del desquite, por la necesidad de venganza. En esta atmósfera, cargada de ira incontenible y de profundo odio, se oye el nombre del causante de la desgracia, el nombre del asesino. Este puede encontrarse lejos, pero se cree que en aquel momento debe temblar de miedo: sí, sus días ya están contados.

Un pueblo fustigado por un déspota, degradado y obligado a desempeñar el papel de objeto, se procura un refugio, busca un lugar donde encerrarse, donde aislarse, donde ser él mismo. Esto le resulta imprescindible para conservar su personalidad, su identidad o incluso, sencillamente, para poder comportarse con naturalidad. Pero como un pueblo entero no puede emigrar, realiza su andadura no en el espacio sino en el tiempo: vuelve a su pasado, que, comparado con la realidad en que vive, angustiosa y llena de amenazas, parece el paraíso perdido. Y encuentra refugio en sus antiguas costumbres, tan antiguas y, por lo mismo, tan sagradas que el poder tiene miedo de enfrentarse a ellas. Por eso bajo la tapadera de cualquier dictadura —a su pesar y en su contra— resurgen poco a poco las tradiciones, las creencias y los símbolos antiguos, que paulatinamente cobran un nuevo sentido: de desafío. Al principio es un proceso tímido y, a menudo, secreto, pero su fuerza y su alcance aumentan a medida que la dictadura se vuelve cada vez más odiosa e insoportable. Se dan críticas que afirman que actuar de esta manera equivale a volver a la Edad Media. Algo de eso hay. Pero, por lo general, suele tratarse sólo de la forma en que un pueblo manifiesta su oposición. Como el poder se autoproclama símbolo del progreso y de la modernidad, le demostraremos que nuestros valores son otros muy distintos. Prima antes el espíritu de contradicción política que el deseo de volver al olvidado mundo de los antepasados. Basta que mejore la vida para que las viejas tradiciones pierdan su contenido emocional y vuelvan a ser lo que siempre habían sido: un rito.

El rito de rememorar entre todos al difunto cuarenta días después de su muerte cobra de repente otro cariz. Guiada por un espíritu de creciente oposición, aquella costumbre se convierte en un acto político. Una ceremonia familiar ha empezado a transformarse en manifestación de protesta. Al cuadragésimo día de los acontecimientos de Qom, en muchas ciudades del Irán la gente se reúne en las mezquitas para recordar a las víctimas de la masacre. En Tabriz la tensión alcanza tales dimensiones que desemboca en una sublevación. La multitud se lanza a la calle exigiendo la muerte del sha. Interviene el ejército y ahoga la ciudad en sangre. El balance de la acción es de varios centenares de muertos y miles de heridos. Al cabo de cuarenta días las ciudades se visten de luto: ha llegado la hora de rememorar la masacre de Tabriz. En Isfahán la multitud enfurecida y desesperada de dolor sale a la calle. El ejército rodea a los manifestantes y abre fuego. Otra vez hay muertos. Pasan otros cuarenta días: ahora multitudes enlutadas se congregan en decenas de ciudades para rememorar a los que murieron en Isfahán. Más manifestaciones y más masacres. Después, al cabo de otros cuarenta días, ocurre lo mismo en Meshed. Luego, en Teherán. Y una vez más en Teherán. Y, al final, en casi todas las ciudades.

De este modo la revolución iraní se desarrolla al ritmo de los estallidos que se suceden cada cuarenta días. Cada cuarenta días se produce una explosión de desesperanza, de cólera y de sangre. Cada una de ellas resulta más terrible que la anterior; las multitudes son cada vez más grandes y el número de víctimas aumenta. El mecanismo del terror ha empezado a generar un efecto contraproducente. Se ejerce el terror para atemorizar. En este caso, sin embargo, el terror del poder ha servido para que el pueblo se haya lanzado a la lucha, lo ha incitado a emprender nuevos asaltos.

La reacción del sha fue la típica de todo déspota: primero golpear y aplastar y después pensar. Empezar por exhibir el músculo, mostrar la fuerza, más tarde, en todo caso, probar que también se tiene cerebro. A un poder déspota le importa mucho más el que se le considere fuerte que el que se lo admire por su sabiduría. Por otra parte, ¿qué significa la sabiduría para un déspota? Significa la habilidad en el uso de la fuerza. Sabio es aquel que sabe cómo y cuándo golpear. Esa continua demostración de fuerza es una necesidad, porque toda dictadura se apoya en los instintos más bajos, que ella misma ha liberado en sus súbditos: el miedo, la agresividad hacia el prójimo, el servilismo. El terror es lo que despierta estos instintos con más eficacia, y el miedo a la fuerza es la fuente del terror.

El déspota está convencido de que el hombre es un ser abyecto. Gente abyecta llena su corte, lo rodea por todas partes. La sociedad aterrorizada se comporta durante mucho tiempo como chusma sumisa e incapaz de pensar. Basta alimentarla para que obedezca. Hay que proporcionarle distracción y será feliz. El arsenal de trucos políticos es muy pobre; no ha cambiado en miles de años. Por eso en la política hay tantos aficionados, tantos convencidos de saber gobernar; basta con que se les entregue el poder. Pero ocurren también cosas sorprendentes. He aquí que una multitud bien alimentada y entretenida deja de obedecer. Empieza a reclamar algo más que diversión. Quiere libertad, exige justicia. El déspota queda atónito. La realidad lo obliga a ver al hombre en toda su dimensión, en todo su esplendor. Pero este hombre constituye una Amenaza para la dictadura, es su enemigo. Por eso la dictadura reúne fuerzas con el fin de destruirlo.

La dictadura, aunque desprecia al pueblo, hace lo posible para ganarse su reconocimiento. A pesar de carecer de fundamento legal alguno o, tal vez, precisamente por el hecho de carecer de él, cuida mucho las apariencias de la legalidad. Es su punto débil, en el que se muestra inusitadamente sensible, de una susceptibilidad enfermiza. Además le incomoda (aunque lo oculte cuidadosamente) la sensación de inseguridad. Por eso no escatima esfuerzos para probarse a sí misma y convencer a los demás de que cuenta con el apoyo y la aprobación incondicional del pueblo. Incluso si este apoyo no es sino mera apariencia, se sentirá satisfecha. ¿Qué importa que sólo sean apariencias? El mundo de la dictadura está lleno de ellas.

También el sha sentía necesidad de aprobación. Por eso, en cuanto fueron enterradas las últimas víctimas de la masacre, se organizó en Tabriz una manifestación de apoyo al sha.

En una parte de las vastas extensiones de pastos que rodean la ciudad, se reunió a los militantes más activos del partido del sha, el Rastakhiz. Todos ellos llevaban el retrato de su líder en que aparecía pintado el sol encima de la imperial cabeza del monarca. El gobierno en pleno acudió a la tribuna. El primer ministro, Jamshid Amuzegar, pronunció un discurso ante los congregados. En él, el orador se preguntó cómo unos pocos anarquistas y nihilistas habían sido capaces de romper la unidad del pueblo y acabar con la tranquilidad de su vida. Subrayó con especial énfasis el reducido número de esos maleantes. «Son tan pocos que resulta difícil hablar de un grupo. Se trata de un puñado de individuos. Por suerte —dijo— de todo el país llegan palabras de condena a los que quieren destruir nuestras casas y arruinar nuestro bienestar.» Acto seguido se aprobó una resolución de apoyo al sha. Una vez terminada la manifestación, los participantes volvieron a casa a hurtadillas. La mayor parte de ellos fue llevada en autobuses a las ciudades vecinas, de donde se les había traído a Tabriz para la ocasión.

Tras esta manifestación el sha se sintió mejor. Parecía que volvía a levantar cabeza. Hasta entonces había jugado con cartas manchadas de sangre. Ahora decidió jugar con cartas limpias. Para ganarse las simpatías del pueblo cesó a varios oficiales que habían estado al mando de las unidades que dispararon contra los habitantes de Tabriz. Un murmullo de descontento se dejó oír entre los generales. Para tranquilizar a los generales dio la orden de disparar contra los habitantes de Isfahán. El pueblo respondió con un estallido de ira y de odio. Como quería tranquilizar al pueblo, destituyó al jefe de la Savak. La Savak se quedó consternada. Para apaciguarla le dio el permiso de detener a quien quisiera. Y así, dando vueltas y revueltas, zigzagueando y caminando a tientas, se iba acercando al abismo.
Se le reprocha al sha la falta de decisión. Un político, dicen, debe ser hombre decidido. Pero ¿decidido a qué? El sha sí estaba decidido a mantenerse en el trono, y usó todos los medios para conseguirlo. Lo intentó todo: disparaba y democratizaba, encarcelaba e indultaba, destituía a unos y ascendía a otros, unas veces amenazaba y otras elogiaba. Todo en vano. La gente, sencillamente, ya no quería al sha; no quería un poder así.

Al sha lo perdió su vanidad. Se consideraba padre del pueblo y el pueblo se le enfrentó. Esto le dolió mucho, se sintió herido en lo más profundo de su ser. A cualquier precio (desgraciadamente también al precio de la sangre) quería restaurar la antigua imagen, anhelada durante años, de un pueblo feliz, postrado ante su bienhechor en actitud de agradecimiento. Pero olvidó que en los tiempos en que vivimos los pueblos exigen derechos, no gracia.

Puede que también lo perdiera el tomarse a sí mismo demasiado en serio. Creía, sin duda, que el pueblo lo adoraba, que lo consideraba su máximo exponente, su bien supremo. De repente vio a un pueblo sublevado, lo cual, aparte de sorprenderlo, le pareció inexplicable. Sus nervios no lo aguantaron; pensó que debía reaccionar inmediatamente. De ahí que sus decisiones fueran tan violentas, tan histéricas, tan alocadas. Le faltó cierta dosis de cinismo. De haberlo tenido, hubiese podido decir: ¿Se manifiestan? Pues bien, ¡que lo hagan! ¿Cuánto tiempo podrán seguir manifestándose? ¿Medio año? Creo que podré aguantar. En cualquier caso no me moveré de palacio. Y la gente, desilusionada y amargada, habría acabado por volver a sus casas, mal que le pesase, pues resulta difícil de imaginar que todo el mundo esté dispuesto a que su vida transcurra entre desfiles y manifestaciones. El no supo esperar. Y en política hay que saber hacerlo.

También lo perdió el desconocimiento de su propio país. Había pasado su vida encerrado en palacio. Cuando lo abandonaba, lo hacía como el que sale de una habitación bien caldeada y se encuentra con el riguroso frío del invierno. ¡Se asoma por un momento y en seguida vuelve a meterse dentro! Toda la vida de palacio se rige por unas leyes, siempre iguales, que deforman y fragmentan la realidad. Ha sido así desde tiempos inmemoriales, así es y así seguirá siendo. Se pueden construir diez palacios nuevos pero no tardarán en ser regidos por las mismas leyes, las que existían en los palacios erigidos hace cinco mil años. La única salida consiste en tratar a palacio como algo temporal, al igual que tratamos un tranvía o un autobús. Nos subimos en una parada, después viajamos en él durante algún tiempo, pero, finalmente, nos bajamos. Resulta muy importante bajarse a tiempo; en la parada adecuada.

Lo más difícil: imaginarse otra vida viviendo en palacio. Por ejemplo la propia, pero sin palacio, fuera de él. Al hombre siempre le costará trabajo imaginarse tal situación. Al final, sin embargo, encontrará quien quiera ayudarle a conseguirlo. Por desgracia, en el curso de este proceso a veces muere mucha gente. Se trata del problema del honor en política. De Gaulle: hombre de honor. Perdió el referéndum, ordenó su mesa, abandonó palacio y nunca más volvió a él. Quería gobernar, pero sólo con la condición de ser aceptado por la mayoría. Se marchó en el momento en que ésta le retiró su confianza. Pero ¿cuántos hay como él? Otros llorarán, pero no se moverán; maltratarán al pueblo, pero no cederán. Expulsados por una puerta, volverán a entrar por otra; empujados escaleras abajo, no tardarán en arrastrarse escaleras arriba. Darán explicaciones, caerán de rodillas, mentirán y coquetearán, con tal de quedarse o de volver. Enseñarán las manos: aquí las tenéis, no hay sangre en ellas. Pero el hecho en sí de tener que enseñarlas ya los cubre de la mayor ignominia. Enseñarán los bolsillos: mirad lo poco que hay en ellos. Pero el hecho en sí de enseñarlos, cuan humillante resulta. El sha lloraba mientras abandonaba palacio. En el aeropuerto volvió a llorar. Después explicó en algunas entrevistas cuánto dinero tenía y decía que no era ni con mucho el que se pensaba. Cuan penoso resulta todo esto, cuan miserable.

Riszard Kapuscinski: El Sha o la desmesura del poder
Anagrama, Barcelona, 1987


[1]     Un telesilla es una instalación de remonte que consta de una serie de asientos (sillas) colgados de un cable de tracción que circula a una velocidad fija y está soportado por diversos pilares. (Wikipedia)

No hay comentarios: