martes, 1 de octubre de 2013

A 71 años del programa Bracero

Verónica Zapata Rivera

Programa Bracero

En la historia migratoria compartida entre México y Estados Unidos hay una deuda pendiente. Hace 71 años, el 29 de septiembre de 1942, dio inicio el Programa Bracero, con el envío del primer grupo de mexicanos que fueron contratados para trabajar el campo agrícola estadounidense.

Este programa se firmó entre ambos países durante la Segunda Guerra Mundial, con la intención de exportar mano de obra mexicana para realizar trabajos en el campo y en las vías ferroviarias. El Programa tuvo una duración de 22 años, de 1942 a 1964, en el cuál cerca de cinco millones de mexicanos fueron contratados.

A la luz del tiempo, el Programa es reconocido por ser uno de los acuerdos más ambiciosos firmados entre estos vecinos con dinámicas económicas y culturales tan disimiles. Significó entonces para Estados Unidos, una opción rentable de accesos a una mano de obra controlada y regulada, para la cual se garantizaba su regreso inmediato luego del fin del contrato, así evitaban la presencia definitiva de mexicanos en su país. Para el gobierno de México, el Programa representó garantizar mejores condiciones de vida y trabajo para sus connacionales, pero sobre todo, sirvió para relajar las tensiones internas provocadas por su incapacidad para proveer de opciones laborales a sus ciudadanos.

El Programa estuvo dirigido exclusivamente a hombres, de actividad agrícola comprobable, quienes firmaban un contrato temporal susceptible a ser ampliado si el empleador así lo decidía.  Dentro de las cláusulas del convenio se estipulaba que el empleador asumiría los costos de traslado, hospedaje, tendrían derecho a servicio médico, así como a ser indemnizados en caso de accidente y en algunos lugares los braceros contarían con el servicio de alimentación que sería costeado por ellos mismos.

Sin embargo la experiencia de los que participaron, así como documentos contenidos en distintos archivos, como el Archivo General de la Nación, dan cuenta de la trasgresión e incumplimiento de algunos de estos acuerdos.

Por iniciativa del gobierno de México, a los braceros se les descontaría el 10 por ciento de su salario, el cual les sería devuelto a su regreso a México. El empleador fue el encargado de dicho trámite, quien posteriormente lo depositaría en el banco Wells Fargo, quien lo transferiría al  Banco Nacional de Crédito Agrícola de México. Este dinero pocas veces fue restituido.

A raíz de esto, en 1998 se creó el movimiento Alianza Binacional Bracero Pro, que se dio a la tarea de exigir la devolución del dinero, del cual se desprendieron otros grupos con el mismo objetivo. Desde entonces centenares de hombres, casi todos octogenarios, así como familiares, se han congregado en distintos puntos de México como de EEUU para exigir  el regreso de ese fondo.

Esta es la deuda pendiente. Como lo es también la falta de reconocimiento de ambos países al trabajo de estos hombres, que con su fuerza laboral contribuyeron a la economía de estos países. Estados Unidos tiene una deuda grande con este grupo étnico, que no es contemplado en la narrativa de su historia nacional como parte de los grupos migrantes que conforman ese país. México por su parte, debe mucho a estos migrantes, a los anteriores y a los que día a día forman parte de ese ejercito laboral que no encuentra opciones de vida.

Por ello, es vital voltear nuestra mirada a ellos y escuchar su historia, para ver qué podemos aprender de ella. Ésta es la de Pedro del Real Pérez un ex bracero residente en el condado de Salinas, en California, cuya entrevista realicé en varios momentos durante la primavera de 2007, este es el resultado del trabajo de edición.

Cuando voy a México veo que allá es más bonito. Hemos pensado  que con mi pensión y la de mi esposa viviríamos muy bien.  Pero aquí están los hijos, y aquí estamos comprando ésta casa que seguimos pagando. Pero no olvidamos allá y cuando podemos vamos, pero nomás de paseo.

Desde que vine por primera vez a este país ya ha pasado mucho tiempo.  No me imaginé que me quedaría a vivir, pero así se fue dando. Nací en el rancho Terreros el 30 de octubre de 1927, soy del estado de Zacatecas, del municipio de Atolinga. Yo fui el penúltimo de cinco hermanos en una familia de campesinos. Rodrigo, mi hermano menor, como yo, también fue bracero.

Trabajo en el campo desde que tenía seis años. Empecé de sembrador, junto con mi padre íbamos con la yunta sembrando el maíz. Cuando se acababa,  mi papá me ponía a cuidar unos animales que tenía, y en diciembre nos preparábamos a levantar la cosecha, así era.

Nosotros casi no tuvimos escuela. Fui como dos o tres temporaditas de  cinco meses, empezaba en enero y terminaba en mayo, y así se repetía. Ya pa’ cuando volvías a la escuela ya se te había olvidado aquello. El maestro era bueno, pero era muy poquito el tiempo y todos los grupos estaban juntos. Yo pienso que llegué cuando mucho a segundo grado.  Se leer poquito y hacer mal hecho mi nombre. También se hacer cuentas, y las tablas de multiplicar no se me olvidan, ya las tengo conmigo.

Antes de andar de bracero, vine a este país muchas veces sin papeles, como lo está haciendo la gente ahorita. Nada  más que en aquellos años no era tan difícil, en aquellos años no había ese muro ni había tanta vigilancia. El primer año que crucé tenía 22 años, fue en 1949. Venimos a Mexicali a piscar algodón en un campo que estaba en el ejido Michoacán.  Y yo tenía la tentación de pasar para acá,  ahí me junté con unos muchachos. Preguntamos cómo estaba la pasada y nos dieron razón de un lugar que no estaba muy vigilado, el Cerro del Centinela, por ahí pasamos.

Llegamos a un pueblo que se llamaba Brawley, allá en el Valle Imperial, fue la primera vez que estuve en California. Ahí estuvimos un tiempo, pero el trabajo era muy difícil. Porque buscábamos lo que había, a veces nos tocó en el desahije, ese era muy pesado, y otras en la pisca del chícharo.  En ese tiempo ya había braceros, pero nosotros no estábamos enterados.

Yo tenía que salir a buscar trabajo en otros lugares, porque en el pueblo no se podía hacer nada, pagaban muy poco y yo ya tenía familia. Me había casado en 1947, con una muchacha de mí mismo rancho. Con ella tuve ocho hijos. Todos están acá. Solo uno vive allá, en Tlaltenango. Me la pasaba yendo y viniendo unas veces sin papeles y otras de bracero, tenían que buscarle el modo.

En total me contraté ocho veces de bracero. Anduve en California, Texas y Montana. Pero mi primer contrato fue aquí en California. Estuve adelantito de Gillroy en la pisca de tomate. Trabajamos por tres meses, se acabó el tomate, se acabó el contrato y nos echaron. Para ser contratado me tocó como a todos. Me desnudaron y me revisaron completito, querían comprobar  que estaba sano. Pero cuando vamos de regreso no, ahí no les importa  mandarnos enfermos.

En Texas fui a un lugar al que nadie quería ir. Yo no sabía nada pero en las pláticas se oía: -a Pecos no, ahí no porque no sirve-. Pecos es un lugar en donde siembran algodón de temporal, casi  no llueve y luego ahí quieren el algodón bien piscado, limpio, sin semillas.

En ese lugar no había borde, uno tenía que preparar su comida. Había unas barracas grandes, que servían de dormitorio, en donde acomodaban literas todas bien pegaditas, y de cocina, ahí acomodaban las estufas. Nos teníamos que juntar en grupos para cocinar. Cuando recién llegamos el mayordomo nos llevó a una tienda en donde nos daban crédito, pero el día de pago lo rebajaban del cheque, ya tenían el acuerdo con los patrones.

En aquellos años casi no había tiendas, y nosotros recién llegados no sabíamos dónde comprar, además, estábamos alejados de los pueblos, por eso estábamos atenidos a donde ellos nos llevaban, luego, con el tiempo me di cuenta que esos lugares eran muy caros.

Mi último contrato como bracero fue aquí en California, en Oroville. Estuve en la pisca del durazno. Yo no lo conocía, ese contrato lo sufrimos porque llovió. La lluvia le hace mal al durazno, lo hecha a perder y lo pudre. Para  protegerlo, con una avioneta le echan azufre. Pero ese polvo es muy malo cuando entra a los ojos. El azufre que queda pegado en los árboles, se seca y luego ese polvo se empieza a caer y cuando uno pisca le va entrando en los ojos, ¡ah cómo me vi malo! Yo tuve que usar lentes y gotas para los ojos. La mayoría andábamos así. Pero no nos llevaron al doctor.

Ese contrato duró en total tres meses, y además del durazno también trabajamos el tomate. Ya se iba a acabar y nos iban a echar pa’ afuera, entonces yo le dije a un sobrino que andaba conmigo que buscáramos la forma de quedarnos. Agarramos nuestras cosas y nos fuimos sin avisar, llegamos a una cantina, y ahí preguntando encontramos trabajo, nos fuimos a piscar aceituna y luego a trabajar en la fresa.

En ese lugar  nos querían mucho porque éramos muy buenos pa’ trabajar, eso nos decían los gabachos. Pero para nuestra mala suerte, un día salimos, habíamos comprado un carrito y nos encontramos con un accidente en el camino por dónde íbamos. Estaba la policía, nosotros bajamos la velocidad, entonces el viejo nos echó la luz y vio que éramos puros cabezas prietas, nos hizo la seña para que nos paráramos. Nos  pidió los papeles, y pos ¡cuales papeles!,  ahí nos agarraron y nos echaron.

Así fue la aventura, pero después no me volvieron a echar porque arreglé mis papeles en 1962. Mi familia vivía en México y yo seguía viniendo a trabajar el campo. En una temporada que estaba allá mi esposa se empezó a poner mala, estaba embarazada. Le dieron medicina y parece que se mejoró,  en eso se llegó el tiempo de venirme a trabajar, y pos me vine confiado de que estaba bien, para entonces ya no estábamos en el rancho, vivíamos en Tlaltenango.

Al poco tiempo me hablaron, que estaba muy mala, que me fuera, yo pensé que sus males eran por el embarazo, me fui en ese rato, agarré el avión. Se alivió de la criatura, pero  ella siguió mala de un dolor de estómago, la llevé hasta Guadalajara, allá la operaron, pero no se pudo hacer nada, la regrese muerta, así fue como ella acabo su vida. Era 1965 y ella tenía 34 años.

Como yo debía seguir trabajando, regresé a EEUU. A mis hijos me los crío mi hermana que era viuda y sin familia, también mi suegra. Roberto, mi hijo mayor ya tenía 15 años, como ya había metido los trámites para arreglar sus papeles, ese mismo año me lo pude traer. Entre los dos empezamos a trabajar, en lo mismo, en el campo, y entre los dos atendíamos a los muchachos allá. Poco a poco me los fui trayendo.

Me volvía a casar en 1968, con esta mujer, Angelina Salazar, somos de ranchos vecinos. La conocí en una de mis idas al pueblo. Es muy joven, 20 años menos que yo. Con ella tuve cinco hijos, todos nacieron aquí en EEUU.

En este país tengo más de 40 años. Aquí estoy muy a gusto, aquí es diferente el modo de vivir comparado con el lugar donde nos criamos. Allá en el rancho antes no había nada, y menos trabajo. Estaba de a tiro. Pero ahora ya hay luz eléctrica, hay teléfono, hay agua potable, ya pa’ qué si ahora lo que no hay es gente. Sólo quedan unas 10 casas con gente.

Andan todos regados,  aquí hay muchos de ahí de mi rancho. Aquí ya se desparramaron, unos se fueron a un lado y otros a otro, pasó lo mismo con los ranchos vecinos. Es que es un estado muy pobre.  Ahorita que no hay gente como te digo ya han dado más facilidades, pero ya para qué.

Y aquí en Salinas vivo a gusto, mis hijos están acomodados, todos tienen sus casas. Algunos fueron a la universidad, otro es Mayordomo, trae a mucha gente trabajando con él. Y ese Roberto, mi hijo mayor, él está muy bien,  es dueño de ese restaurante Los Arcos y también es dueño de una licorería.

Lo único que nunca me ha gustado de este país es la discriminación. Los gabachos discriminan mucho. Te miran de arriba abajo, te están midiendo, y buscan cómo darte a saber que no les caes. Como en el tiempo de los braceros, nos tenían donde no nos vieran. En un campo, allá, en donde solo estábamos puros mexicanos.

Solo íbamos a los pueblos cuando nos llevaban a las tiendas a agarrar algo o cuando íbamos a poner dinero. Nos llevaba el patrón en un troca, entonces aprovechábamos para ir a algún restaurante, si no había para mexicanos íbamos a los de ellos, pero sin saber inglés estaba carajo, nos daban el menú  y lo que entendíamos era chicken,  eso ordenábamos ¡puro pollo!

Ahora no, ahora ya hay más cosas para nosotros, como el restaurante de mi hijo, en donde está el saloncito que nos presta para hacer las juntas de braceros.  Algunos sabíamos del descuento y otros no. Pero era requisito para nosotros y creíamos que nos lo iban a regresar en México. Pero no,  se lo quedaron y nos saquearon. Se quedaron con él, uno ganaba poquito y luego te quitan el 10 por ciento. Si ganabas diez dólares por semana te quitaban diez  y te quedaba noventa, pero no ganaba uno ni cien dólares, era menos. Pagaban bien barato en ese tiempo.

No hay comentarios: