Mi nombre es Maya López Ramírez. Nací en Guatemala en 1970. Mis padres son María Dilia Ramírez y José María López Valdizón. El año de mi nacimiento la guerra civil tenía dieciséis años y gobernaba el general Carlos Manuel Arana Osorio, “El carnicero de Zacapa”, “El chacal de oriente”. Con él comenzó la serie de gobernantes militares que implementaron la guerra sucia en el país. El día que yo nací había toque de queda y mi madre tuvo que ingeniárselas para llegar al hospital sin ser detenida. Era noviembre y apenas en mayo el gobierno había matado a su hermano de crianza Gilberto Valladares López. A pesar del clima de muerte circundante, durante los primeros cuatro años de mi vida, gocé la presencia de mi padre. Sin embargo, el 22 de julio de 1975, bajo el gobierno del general Kjell Eugenio Laugerud García, mi papá fue secuestrado en la Zona Uno de la capital, a la luz del día. Hubo testigos que recogieron sus últimos gritos: “Soy José María López Valdizón, soy escritor y me están secuestrando”. Desde ese día no tenemos noticia alguna de su paradero. A pesar del enorme peligro que significaba vivir en Guatemala para mi familia, mi madre decidió quedarse a buscar a mi padre durante cinco años más y recorrió anfiteatros, hospitales y cárceles buscando entre miles de cadáveres, heridos y presos a Chema López, pero todo fue inútil. Mi hermana mayor llegó a ser estudiante universitaria y se organizó en la Asociación de Estudiantes Universitarios, AEU; fue perseguida y se exilió a los 19 años. A partir de la desaparición forzada de mi padre yo padecí anorexia y bulimia infantil nerviosa que me llevaron a un grado alarmante de anemia y paranoia que obligó a mi madre a dejar Guatemala y sacarme de ahí en octubre de 1980, durante el gobierno del general Romeo Lucas García.
Tuve la suerte infinita de dejar atrás el infierno que era mi país natal y donde en apenas nueve años de vida vi asesinar de las formas más brutales a decenas de personas conocidas. Tuve la suerte aún inexplicable de salvar la vida. Tuve la suerte incalculable de dejar esa hermosa sala de tortura que era Guatemala antes de que el General Efraín Ríos Montt le diera el golpe de estado a Lucas García y ese pedacito de tierra verde y luminosa que es mi país natal se convirtiera en el peor escenario de sangre del siglo XX en América.
La palabra ‘genocidio’ tiene nueve letras. Es imposible que nueve letras describan lo que pasó ahí en los dos años que José Efraín Ríos Montt tuvo el poder absoluto después de disolver la Constitución, al Congreso, la ley electoral y suspender a los partidos políticos. Lo que miles de personas tuvieron que enfrentar porque no tuvieron la suerte inmensa de salir. La política de “Tierra arrasada”, por ejemplo, de acuerdo con la cual Ríos Montt ordenó quitar apoyo civil a los guerrilleros, significó en los hechos el sitio, tortura, violación multitudinaria de mujeres y niñas, asesinato e incendio sistemático de aldeas indígenas completas, incluyendo ancianos, mujeres embarazadas, niños y hasta los perros. Esta medida fue perpetrada por el ejército guatemalteco no en una o dos aldeas, sino en más de seiscientas. Además de las masacres, las desapariciones forzadas, las ejecuciones extraoficiales, la destrucción de patrimonio cultural maya, el exilio masivo, el desplazamiento interno.
Estos días de abril de 2013 son históricos, hermanos, cuando por un reacomodo de las fuerzas políticas, el más sanguinario genocida de América Latina, que todavía después de su mandato fue elegido presidente del Congreso (¿?!!), tiene que ocupar el banquillo de los acusados y escuchar de boca de sus víctimas sobrevivientes algunos testimonios de los cientos de miles de casos de violación a los derechos humanos y desprecio a la dignidad humana que ejecutó durante su mandato.
Es imposible que José Efraín Ríos Montt pague lo que debe. No le alcanza la vida que le queda para pagar la pena tan solo por la cantidad de muertes, desapariciones, violaciones sexuales y torturas de los que es directamente responsable, aunque él quiera atribuir a sus subalternos los “excesos” ocurridos durante su ejercicio en el poder. Debe tanto ese sujeto que debería pagar con varias vidas lo que hizo en una sola. Pero aunque no le alcance, es necesario y justo que cada minuto que le queda en esta vida lo pase —no en un arraigo domiciliario— sino en una de las cárceles que él mismo llenó.
Por mi parte tuve la suerte de salvar la vida, mi alma no se ha reunido conmigo del todo todavía, pero estoy aquí entre los vivos y hablo.
Ni perdón, ni olvido.
Maya López Ramírez
Ciudad de México, abril de 2013
l@s desaparecid@s nos faltan a tod@s
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