sábado, 9 de febrero de 2013

Más allá de la mediatización de Damini Hablemos de violaciones y neocolonialismo

Más allá de la mediatización de Damini
Hablemos de violaciones y neocolonialismo


Traducción del inglés de Atenea Acevedo


“Hoy creo en la posibilidad del amor, por eso me esfuerzo en rastrear sus imperfecciones, sus perversiones”
― Frantz Fanon, Black Skin, White Masks

Cada año 400.000 mujeres son agredidas sexualmente y 80.000 son violadas en el Reino Unido (datos de 2010/2011). La estadística no incluye a víctimas masculinas de violación, cuyos agresores pueden ser hombres o mujeres. La población del Reino Unido es 20 veces inferior a la de la India; sin embargo, si una vive en el Reino Unido y se limita a leer medios británicos seguramente creerá que la violación solo existe en la India y que la injusticia en contra de las mujeres es exclusiva de ese subcontinente y de otros ‘países en desarrollo’. En el transcurso de la última semana he sostenido muchas conversaciones con amistades y colegas en torno a la mujer de 23 años que fue violada, ahora conocida con el sobrenombre de Damini (iluminación en hindi). Algunos de estos intercambios han demostrado ser terreno fértil para analizar la violación como problema social en el mundo de hoy; sin embargo, la mayoría de ellos solo ha servido de catarsis para que las occidentales expresen su desdén por ‘esos países que no respetan los derechos de las mujeres’ al tiempo que se jactan de la superioridad de sus propios países en el tema. Los comentarios en Facebook evidencian la misma mirada neocolonialista hacia otros países y en los últimos días se ha presentado a la India como un monolito de abuso a los derechos humanos; no obstante, el país en el que actualmente vivo ha ayudado a mi país de origen (Estados Unidos) a amasar más de un millón de muertes en Iraq, Afganistán y Pakistán. (Por supuesto, nadie dice nada sobre los derechos de esas mujeres a vivir en esos países). Ante este panorama, me preocupa enormemente el énfasis que Occidente da a la violación allende sus fronteras, como si se tratara de un problema exclusivo de la India. La violencia contra las mujeres es un problema mundial que exige un debate transparente y que no estigmatice a determinadas culturas.

No cabe duda que el tema de los derechos de las mujeres ha de abordarse de manera específica según la sociedad de que se trate; es común encontrar matices y diferencias de un país a otro en lo que respecta a los roles de las mujeres, tanto percibidos como reales, conforme a cada cultura. Sin embargo, también es cierto que estos debates solo son auténticos cuando nacen en el seno de cada sociedad. Mientras miles de buenas personas marchan en las calles de la India para exigir reformas y la integración de los derechos de las mujeres y las niñas al tiempo que denuncian los problemas del feticidio femenino, el acceso a la educación y la seguridad personal en Delhi, se hace imperativo ver en Damini un llamado al análisis de la violación y los derechos de las mujeres aquí, en el Reino Unido. Si bien podemos hacer comparaciones entre la sociedad británica y la sociedad india, esto no cambia el hecho de que al día de hoy Facebook está plagado de comentarios de mujeres británicas que se valen de la tragedia de Damini para hacer proselitismo en contra de los ‘males’ en países muy, muy lejanos… para repetir que una mujer es violada cada 20 minutos en la India y señalar ‘Y no olvidemos África. Y tampoco olvidemos a las mujeres violadas en las guerras’. Para ellas, el imperativo, desde luego, es que entendamos que allá ‘las cosas son peores’. Sinceramente, me fastidia esa actitud arrogante para emitir juicios, especialmente cuando viene de personas cuyos conocimientos sobre la India (o, para el caso, lo que llaman África) suelen limitarse a lo que dicen los medios o, en el mejor de los casos, a unos meses en un ashram, practicando yoga en Rishikesh, disfrutando de la playa en Goa y/o las limitaciones sufridas ‘voluntariamente’ con ONG cargadas con toda la parafernalia de un supuesto orientalismo. (No voy a enfrascarme en mis propias reflexiones sobre la vulgar clasificación de las naciones africanas independientes bajo la nomenclatura monolítica ‘África’ sin diferenciación alguna entre sociedades y evidentemente nada de conocimiento sobre los nombres de cada uno de los países que la conforman ni de sus singulares historias y culturas). Lo que tengo claro es que han transcurrido años desde las lecciones de Black Skin, White Masks de Fanon y The Colonizer and the Colonized de Memmi, pero poco hemos aprendido en Occidente de un legado colonial que exige al Otro parecerse a nosotros e imitar nuestras culturas, siempre consideradas superiores. Memmi apunta: “La primera ambición del colonizado es volverse igual al espléndido (europeo) y parecérsele al punto de desaparecer en él”. Sin embargo, lo opuesto también es cierto: el europeo espera esa desaparición porque se ve y ve su cultura como infinitamente superior al Otro y a la cultura del Otro. Así, las personas occidentales sucumben a la tentación de esgrimir el argumento de los ‘derechos de las mujeres’ cada vez que se mediatiza un hecho (sin negar que sucede aquí y en el extranjero) a fin de enganchar un asunto personal al terreno de las atrocidades humanas que aquejan al mundo entero. La era neocolonial de la burka en 2001 se transformó en la era neocolonial de la víctima de violación de 2012 al tiempo que escapa a toda crítica en los medios nacionales.

Si vamos a entrar al juego de las estadísticas al menos hagámoslo bien y analicemos no solo las violaciones que tienen lugar cada 34 minutos en el Reino Unido, sino las violaciones por cada 100.000 personas, dato que pone en evidencia un ámbito muy distinto de información estadística. Como lo señalan los archivos de la policía de cada país, en la India se denuncian 1,8 violaciones por cada 100.000 habitantes y en el Reino Unido 28,8 por cada 100.000 habitantes. Desde luego, podemos analizar el porcentaje de violaciones que efectivamente son denunciadas y hacer una deconstrucción de los métodos estadísticos, las poblaciones muestra, etcétera. Lo que me interesa es subrayar la importancia de entender que estas cifras son sencillamente devastadoras si hablamos de comparar los derechos de las mujeres hoy, ya sea en Londres o en Delhi.

En una de las conversaciones que sostuve esta semana en relación con el tema de la violación, una de mis interlocutoras me preguntó si había tenido malas experiencias durante mis estancias en la India y en otros países no europeos o fuera de Estados Unidos y Canadá, y me preguntó concretamente si había tenido ‘problemas’ al viajar. Fui muy sincera y mencioné una agresión que sufrí la primavera pasada a bordo de un autobús en Karnataka, la India: un hombre ebrio insistió en sentarse junto a mí mientras que el autobús iba 60% vacío; como ya había viajado a su lado en el trayecto de ida al templo, un recorrido de una hora, decidí decirle que el asiento junto al mío estaba reservado para mujeres y niños. Reaccionó golpeándome en la cabeza; yo intentaba protegerme con los brazos y advertí, estremecida, que nadie hacía nada por ayudarme. A las mujeres que me preguntaron si había tenido ‘problemas’ también les comenté que había sufrido las peores agresiones como mujer viviendo en Occidente. Por ejemplo, en Montreal, Quebec, con ocho meses de embarazo fui agredida físicamente por un hombre por ‘estar demasiado cerca [de él]’ en una fila para usar el teléfono público y con siete meses de embarazo no solo fui atropellada por un conductor ebrio, además, al día de hoy, sigo luchando por que la Policía de Montreal y las autoridades provinciales de Quebec inicien una investigación del caso. Minutos después de haber sido alcanzada por el auto y al intentar presentar cargos en contra del conductor ebrio la policía me dijo “Madame, usted no está lo suficientemente lastimada”. Un mes después, al solicitar la redacción de una denuncia, recibí la siguiente respuesta: “Madame, tal vez las hormonas, alteradas por el embarazo, le hicieron imaginar que había sido golpeada por un auto”. Además, hace muy poco fui acosada y hostigada por mi casero en Londres durante las dos primeras semanas de vivir en mi departamento; la Policía Metropolitana de Tottenham no tomó en serio la gravedad de las amenazas hasta después de dos semanas de lobby. Parece que la presencia de este sujeto en mi vida en calidad de casero era considerada un asunto civil y hacía caso omiso de sus persistentes intentos por entrar todos los días a mi casa y de las 18 páginas de mensajes de texto que me envió en tres días haciendo referencia a su inestabilidad mental (decía, entre otras cosas, ‘Estoy perdiendo la cabeza’). No cabe duda que los derechos de las mujeres no son tan respetados en Occidente como a algunas de mis interlocutoras les gustaría creer, pero yo no puedo afirmar que mi integridad como mujer se haya visto más amenazada en la India, Argelia o México que en Canadá o el Reino Unido.

No obstante, en algunos de estos intercambios me sentí presionada a subirme a lo que llamo ‘el carro de la burka’, ese espacio discursivo en el que las occidentales afirman su superioridad social y la excelencia de su país de origen en términos de jurisprudencia. En lo personal no me atraen esos argumentos dialécticos y neocolonialistas, estoy convencida de que el progreso no es una evolución lineal que empieza en el punto A y culmina en el punto Z, ni constituye una demarcación capaz de cruzar numerosos océanos hasta alcanzar a sociedades con diferencias muy concretas en la manera en que las mujeres interactúan con los hombres y con otras mujeres. Soy plenamente consciente del bloqueo mediático en torno a los asesinatos de mujeres, niños y hombres en los últimos 11 años durante la llamada ‘Guerra contra el Terrorismo’ en Afganistán, Iraq y Pakistán por parte de países ostensiblemente ‘ilustrados’ y ‘democráticos’. Esa democracia es una entelequia para los muertos inocentes. Si quisiéramos analizar de verdad el lugar que ocupa la violación en el mundo, el Reino Unido y los Estados Unidos tendrían que asumir una enorme culpa por haber causado la inestabilidad de los países que han invadido y ocupado, pues han dejado a las mujeres y a los niños en peores condiciones de vulnerabilidad. El vínculo entre los derechos de las mujeres y el desarrollo económico y el alfabetismo está perfectamente documentado. He pasado gran parte de mi vida afincada en diversos países de América Latina, el Magreb, Medio Oriente y Asia, y he aprendido que las interpretaciones sociales sobre la experiencia humana no revelan nociones evidentes de la relación opresor/oprimido. He visto cómo las mujeres oprimen a otras mujeres (también en Occidente) y cómo esa opresión acompaña la opresión de los hombres, aunque se trate de una opresión completamente distinta. Los debates que polarizan a las mujeres y las enfrentan a los hombres, y confrontan lo ‘moderno’ con lo ‘atrasado’ no hacen más que reafirmar una supuesta superioridad occidental y un pensamiento lineal que acaba validando los paradigmas occidentales del poder y la predisposición a encasillar a la cultura india como ‘salvaje y misógina’ a modo de telón de fondo para nuestra paradisíaca proyección de una igualdad ficticia.

Los crímenes de guerra en Ruanda y la República Democrática del Congo han puesto la violación bajo los reflectores en los últimos 15 años, y los numerosos ‘campos de violación’ bosnios en la década de 1990 nos recordaron su poder como arma de control en situaciones de conflicto geográficamente más cercanas. Sin embargo, en este sentido la problematización de la violación no data de los crímenes de guerra cometidos por soldados estadounidenses en Vietnam en las décadas de 1960 y 1970 ni las violaciones cometidas por efectivos japoneses en Nanking en 1937; la historia de largo aliento documenta la violación como un acto que no puede simplemente asociarse a tal o cual lugar en el mapa. Además, las incursiones de los medios en el Afganistán posterior al 11S han destacado la necesidad de entender la violación en un contexto más amplio donde no solo las mujeres son víctimas: muchos periodistas hicieron público el hecho de que tanto niños como jóvenes varones fueron violados por miembros de la Alianza del Norte. Igualmente, los medios también han puesto en la mesa la capacidad femenina de ejercer la violencia sexual al difundir casos como el de las pandillas de mujeres en Zimbabue que violan a soldados varones. Cuando una usuaria de Facebook se refirió al caso de Damini y comentó “Esto no acabará mientras haya hombres sobre la tierra” le recordé la importancia de tomar en serio los casos de hombres violados, los problemas que enfrentan para denunciar esta forma de violencia y las denuncias efectivamente hechas. El estigma al que hoy por hoy se arriesgan los hombres que denuncian haber sido violados en cualquier país es sumamente humillante, pues se les dice que es físicamente imposible violarlos o que ‘deberían considerarse afortunados’. Las investigaciones recientes en torno a la violación de hombres revelan que hay muchas más víctimas masculinas de violación de lo que se había pensado y que en muchos casos la agresión es perpetrada por una mujer (mayormente la madre, la tía o la nana). 10% de las víctimas de violación en los Estados Unidos son hombres. En otro caso de violación en la India esta semana que ha recibido mucha menos atención en los medios occidentales la víctima fue una chica de 17 años que se suicidó en el norte de Punjab tras haber sido violada multitudinariamente por hombres con la ayuda de una cómplice mujer. Definir la violación como un terreno unidireccional donde solo las mujeres son violadas por los hombres (o solo los hombres pueden ser violadores) merma las posibilidades de abordar hoy un debate transparente sobre la violación. Del mismo modo, abordar la violación únicamente dentro de los confines de nociones como ‘subdesarrollo’ y ´Tercer Mundo’ equivale a minimizar la realidad de la violación en el Reino Unido y otros países occidentales.

¿Qué hay detrás de la necesidad occidental de enfatizar la muerte de Damini como algo exclusivamente endémico de la India y otros países ‘del Tercer Mundo’? Sospecho que hay algo mucho más profundo detrás del creciente problema de ‘activismo’ de sofá en Facebook en el que montones de personas pulsan ‘me gusta’ en un artículo que solo repite perogrulladas. Es obvio que ‘está mal’ torturar a un cachorro o violar a una estudiante india de medicina, sin embargo, estas obviedades despiertan gran interés entre quienes desperdician sus días en Facebook. Los londinenses que cuelgan comentarios sobre la mediatización del caso de Damini al tiempo que abrazan la supuesta superioridad de su propia cultura caen en una grave contradicción: hay algo increíblemente violento en el acto casual de colgar, compartir o hacer clic en ‘me gusta’ en un artículo sobre la violación sin proceder a la deconstrucción de hechos similares en nuestro propio paisaje político; por otra parte, esta creciente tendencia al falso activismo de sofá que entraña Facebook simula una acción política… como si el ‘me gusta’ o el ‘compartir’ tales artículos significara una acción real, capaz de trascender la cosificación de una violación y una muerte cuyas implicaciones solo pueden comprender la familia y la comunidad de Damini. Lo demás no es sino fetichismo cultural.

Aprendamos de la India, apaguemos los equipos de cómputo y sumémonos al verdadero disenso político que se manifiesta en contra de todas las modalidades de violación aquí y ahora.

La Dra. Julian Vigo es académica, cineasta, artista, permaculturista, dj, yoguini y consultora de derechos humanos. Es especialista en etnografía contemporánea, estudios de la cultura, cine, teoría postcolonial, medios y estudios de género. Ha sido profesora en universidades de todo el mundo y ha impartido clases de antropología, literatura comparada, estudios del performance, estudios de la cultura, teoría, filosofía de la ciencia, teorías del posmodernismo y estudios de género.
Nota de Tlaxcala:
* Damini significa iluminación y hacer referencia al título de la película de Rajkumar Santoshi, filmada en hindi en 1993. Los miles de personas que expresaron su apoyo a Jyoti Singh Pandey, mujer de 23 años y víctima de violación multitudinaria en Delhi, le dieron este sobrenombre simbólico en las calles y en las redes sociales.

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