Por Jean Robert
Con la lúcida conciencia que siempre lo ha caracterizado, Jean Robert se planta frente a la idea de revolución y, al desenmascarar sus equívocos, nos comparte una idea de revolución que, estando en la base de todos los procesos revolucionarios, ha sido sistemáticamente traicionada. Su noción de “revolución”, paradójicamente vinculada con la conservación en el sentido dado por Hannah Arendt, no sólo tiene que ver con la extraña y profunda frase que Lampedusa escribió en El gato pardo y con la que John Womack abre su biografía sobre Zapata: “E hicieron una revolución para que no cambiara nada”, sino también con una idea profundamente radical de ella.
A la revolución mexicana,
malgré tout.
… la civilización capitalista […]
va inexorablemente hacia su
derrumbe catastrófico. Ya no hay
necesidad de una clase revolucionaria
para abatir el capitalismo: cava
su propia tumba y la de la civilización
industrial en su conjunto.
André Gorz1
El director de la revista Conspiratio me lanzó un reto. “¿A ver si a la revolución puedes escribirle un artículo sobre la revolución?” “¿Qué revolución –le pregunté–, la francesa, la mexicana, la rusa?” “No, no, ¡la que hay que hacer!” Me quedé callado, pero, en mi foro interior no debatí mucho tiempo para articular una respuesta: es imposible hacer la revolución. Es impensable no hacerla. Entre esas dos afirmaciones, un abismo. Y para cruzarlo, no hay puente.
La palabra “revolución” evoca simultáneamente lo más permanente que puede concebir la imaginación y lo más imprevisto, inestable y peligroso, por lo que la tratamos como si fuera, no una, sino dos palabras casualmente homónimas, pero dotadas de sentidos radicalmente opuestos: no confundimos “la revolución de los astros celestes”, de la que hablaba Copérnico, con el decenio de atrocidades que asoló a México a partir de 1910 y del cual emergió el país que conocíamos. La primera es un fenómeno cíclico absolutamente predecible, la segunda, una vez iniciada, es imprevisible.
La palabra “revolución” logra mal combinar las regularidades cósmicas con los terribles tumultos de la historia. Sin embargo, logró arraigarse tanto en el vocabulario político mexicano que sus apariciones cíclicas se han hecho tan predecibles como los movimientos de los astros; con ello, ha perdido su sentido de evento único. Por el contrario, los que fueron actores de hechos revolucionarios parecen tener la impresión de haber sido arrojados a algo que, siendo fruto de sus actos, obedecía a una voluntad propia, ajena a la de la multitud de los actores particulares. En La guerra de Troya no sucederá del dramaturgo francés Jean Giraudoux (1935), los griegos mandan a Ulises a negociar la paz con Héctor, el hijo de Príamo, rey de Troya:
–Héctor a Ulises: “¿Quieres la guerra?”
–Ulises: “Yo no la deseo, pero no estoy seguro de las intenciones que tiene ella”.
La guerra de Troya sucedió y para el autor de la obra esa “voluntad propia” de la guerra es la fatalidad.
Puede ser que el buen Javier Sicilia haya designado a la persona menos adecuada para contestar su pregunta. No tengo mucha cultura política. Los movimientos con los que me identifiqué desde mis 20 años tenían más que ver con la cultura material que con la política en el sentido habitual: militancia a favor de los objetores de conciencia y resistentes a la guerra en Suiza, alrededor de 1958; defensa de la peatonalidad y oposición a la invasión del automóvil en la ciudad de Ámsterdam con el movimiento Provo en los años sesenta; oposición a la “guaterización” del campo y al envenenamiento de los ríos por la pareja WC– drenaje, en los años setenta y ochenta; acción cívica por la conservación de un parque de diez hectáreas, el del Casino de la Selva, en Cuernavaca, del 2001 al 2005. Siempre de nuevo, las circunstancias me hicieron encontrar a militantes
cívicos inspirados por Gandhi. Dispuesto a comprometerme en luchas cívicas, a mis más de 70 años me siento alejado de los pruritos mal llamados “juveniles” del cambio por el cambio, pruritos que, además, no comparten mis amigos y colegas medio siglo más jóvenes que yo. Lo cierto es que tengo una fibra profundamente conservadora. Quisiera conservar la naturaleza que veo morir, la amenidad de las calles que veo marchitarse en la sombra de presencias sin rostro: espectros de amigos gesticulando saludos detrás de parabrisas, ubicuidad de policías escondiendo su humanidad bajo disfraces de robots. Quisiera también, lo que es aún más difícil, alentar las esperanzas de los que me sucederán en el derrotero de las generaciones. En pocas palabras, no quiero cambiar todo; al contrario, hay mucho que quisiera conservar, pero he llegado al punto de partida de los primeros revolucionarios zapatistas que, según John Womack, no querían ningún cambio “y por eso hicieron una revolución”.
En otros tiempos, fui arquitecto bancario, es decir, diseñé algunos de estos solemnes templos del capitalismo en cuyos ambientes estériles los llamados “enanos de Zurich” transformaban el sudor de los pueblos en valores especulativos (Jean Ziegler ha hablado de ello mejor de lo que podría hacerlo yo). Circunstancia atenuante: tenía deudas. Pagadas éstas, rompí con mis patrones y con muchos colegas y tuve el privilegio de poder construir excusados secos en México. He dicho que mi tema es la cultura material más que la política. Pretendo, y no siempre sin éxito, inventar cosas que reduzcan las necesidades de la dependencia institucional, pero también estudio la historia de las ciudades para entender cómo, rompiendo con las milenarias tradiciones del cultivo urbano –las chinampas de México y de Francia (sí, los hortillonnages de Amiens son chinampas), del Marais de París, de las huertas periurbanas de cuatro continentes– se ha podido, a partir del siglo XX, construir esos grises engendros de asfalto, metal y cemento que llaman “megalópolis” y aún, a veces, “ciudades”.
Ya que “ciudad” en griego se dice polis y que la politeia es el conjunto de sus ciudadanos, soy un zoon politikon, un “animal político”, como dijo Aristóteles. Pero sigo teniendo una terrible deficiencia: si de “hablar políticamente” se trata, no tengo en absoluto familiaridad con el poder, su lenguaje y sus juegos. Siempre me mantuve alejado de ellos y tengo que preguntarme si, al rehuirlos tanto, me impedí entenderlos. Pero una cosa es clara: mis anhelos revolucionarios no pueden convertirse en la banca de la transmutación de protestas populares en poderes políticos.
Si ahora se me preguntase cuál es el blanco de mi protesta personal, yo me vería en la incapacidad de definirme como víctima de cualquier poder violento, excepto naturalmente de los que disuelven venenos en el agua que bebo o el aire que respiro y que mañana pueden callarme con un tapaboca. Sin embargo, percibo claramente la violencia difusa y ubicua que año tras año destruye la seguridad de las calles en las que se obstina en caminar este toreador de autos que no quiere ser automovilista. En este sentido, soy tan víctima como cualquier vecino, pero soy incapaz de ponerle rostro a mi victimario; por ello han dicho de mí que no tengo conciencia de clase. Pero mi ventaja sobre muchos amigos y colegas que dicen tenerla, es que yo sé de qué lado del parabrisas estoy parado.
Si me conminan a definir al enemigo, podría evocar una abstracción: es un sistema –sí, de acuerdo, llámenlo capitalista–, pero ¿quién ha visto su rostro? Como nos los hizo notar John Berger en el encuentro zapatista de 2007 en San Cristóbal, “el pasamontaña hace resaltar la vivacidad de la mirada”. Pero el capitalismo es una gorgona cuyos ojos no pueden contemplarse so pena de muerte. Más pedestremente, si bien esa abstracción esconde hombres de carne y hueso, los ojos de la gorgona no permiten ninguna reciprocidad. Sus ojos mecánicos lo vigilan todo, pero ellos nunca devuelven la mirada.
Desde hace siglos, pero con una virulencia sin precedentes, desde hace 20 o 30 años, los lacayos del capitalismo destruyen toda forma de subsistencia anclada en una cultura particular sin ser capaces de cumplir sus vanas promesas, notoriamente incapaces de nutrir a los campesinos, indígenas, marginados, vendedores ambulantes y otros chambeadores “informales” que arrancan de su campo, de su pueblo, de su calle. Quieren conminar a cada uno a jugarse la subsistencia en la gran casa de apuestas de la que son los alcahuetes. Pero una vez firmado el contrato, sacada tu primera tarjeta de crédito o tu primer préstamo, la casa de mala vida se viste mágicamente de la pulcritud sistémica de un banco que, a la hora de despojarte, te recordará las cláusulas en letras pequeñas al pie del contrato que firmaste, las menos visibles y, por ello, las más importantes. Este sistema, del que no puedo impedirme ser una ruedita cada vez que uso un cajero automático, firmo un cheque o acepto un aventón, parece haber proclamado la muerte de la Naturaleza. Además, es una máquina de guerra contra la subsistencia de la gente. Sus engaños, falsas promesas y despojos son verdaderos crímenes de guerra. Pero, ¿dónde están los tribunales en que se sancionan delitos de tal magnitud? “¿Q.R.R.?” (Quien Resulte Responsable) se intitulaba un número de la revista ¿Por qué? hace casi 40 años. La enormidad del atentado perpetrado contra las condiciones de la subsistencia y supervivencia de la gente y el grado de disolución de la imputación parecen volver impensable la presentación del caso frente a cualquier corte. Pero recordemos a Foucault, quien decía: “Si queremos simplemente seguir pensando, tenemos que pensar lo impensable”.
Criticar el escenario revolucionario convencional para no repetir los errores del pasado
Todas las revoluciones de los dos últimos siglos han sido dominadas por la fatalidad propia de las guerras: las revoluciones norteamericana, francesa, mexicana, rusa han sido guerras. Cada una de ellas ha combatido el orden vigente y pretendido hacer nacer un nuevo orden de la violencia. La primera, después de liberar las provincias norteamericanas de Inglaterra del despotismo monárquico, fundó la nación norteamericana, instauró la democracia formal y con ella la separación de los poderes que el monarca pretendía reunir en una mano. La herencia de la segunda fue una república formalmente igualitaria, pronto transformada en un imperio que azotó a Europa para convertirla a las virtudes de la igualdad y de la libertad, imperio sobre cuyo cadáver prosperaron a su vez restauraciones del poder real, seguidas por otras repúblicas, una inverosímil restauración imperial encabezada por un ex oficial de artillería suizo, y repúblicas burguesas cada vez más infeudadas al capitalismo internacional aun cuando se persignaban con la palabra “socialismo”. La tercera engendró “el sistema político mexicano” en el que no todo era malo, pero que de revolucionario sólo tenía el nombre. La cuarta fue una dictadura (de los comisarios) del proletariado que acabó transformándose en un capitalismo de Estado llamado “socialismo real” y cuya nomenklatura, apenas se presentó la oportunidad, no tuvo grandes escrúpulos para reconvertirse al capitalismo puro y duro con nuevas mafias, mafillas y bratvas.
El patrón común de esas historias es lo que llamé el escenario revolucionario convencional: la revolución es una guerra civil. Empieza en el pueblo, pero el pueblo no tiene la capacidad de llevar sus objetivos a cabo. Sólo una élite revolucionaria bien organizada puede sacar a la revolución de la trampa “espontaneista”. Las ideas y anhelos del pueblo no fomentan el poder revolucionario: el poder nace del resentimiento. Un pueblo generoso no es capaz de conservar el poder. Por ejemplo, en 1871, los Communards de París ocuparon la ciudad, pero no quisieron entrar al Banco de Francia so pretexto de que “no eran rateros” (en otra versión del decentísimo ladrón sobre el “peladísmo honrado” –Silva Herzog dixit–, fueron derrotados por canallas bien vestidos que colgaron de las lámparas públicas a los que pudieron agarrar). Las masas y las élites revolucionarias constituyen un par hilemórfico –en el que el espíritu informa a la materia– como mujer y hombre, mundo y Dios, cuerpo y alma, clientela y profesionistas, los muchos de abajo y los pocos de arriba. Eso es, por lo menos, lo que afirman todos los tucioristas de la teoría política. Aun cuando pretende lo contrario, el esquema revolucionario convencional es necesariamente oligárquico.
La diferencia entre poder y potencia
Desde que los conozco, no he dejado de admirar la determinación de los neozapatistas de no perseguir el poder para agarrarlo, sino de querer cambiar la geometría de la política. El poder es viento sin algo más profundo y elemental que, para diferenciarlo del poder, el filósofo Spinoza llamaba “la potencia”. Si los zapatistas no leen a Spinoza, me parece que lo están reinventando, como reinventan a Gandhi: cultivando, como él, la alegría en medio de inefables sufrimientos, huyendo con ello del ensimismamiento resentido y abriéndose al encuentro con los demás.
Al igual que ese otro filósofo judío, Ludwig Wittgenstein (1889-1951), Baruch Spinoza (1632-1677) renunció a la fortuna de su padre mediante un acto notariado para responder a una vocación filosófica que sólo podía florecer en la pobreza voluntaria. El entendimiento común de que la libertad de pensar requiere de la pobreza libremente asumida es lo que lanza un puente de casi tres siglos entre esos dos pensadores inclasificables.
Todo individuo posee una fuerza de existencia o potencia y una capacidad (potestas) de ser afectado por circunstancias externas, cuerpos y encuentros. La verdadera gran dicotomía social no es la que diferencia a los ricos de los pobres, sino la que separa el mundo de la tristeza del mundo de la alegría. En cuanto al foso entre el deseo y la razón, es una triste obsesión inspirada por la falta de medida y de proporción. En realidad, el deseo y la razón no tienen porque estar divorciados. Realizar su unión, escuchar a la vez a la voz del deseo y a la de la razón equilibrándolas, es abrirse al gozo del invento permanente. Quien busca además los encuentros convenientes, puede vivir en la alegría en medio de los sufrimientos de la lucha. En cambio, el que, huyendo de la sorpresa de los nuevos encuentros, se coloca continuamente en circunstancias debilitantes, vive en la tristeza. Los hombres tristes son fácilmente presas del resentimiento y suelen compensar su falta de potencia con la búsqueda del poder. Spinoza llamaba conatus (del verbo latino conor, persevero en mi ser, subsisto con lo que soy) al grado de potencia de un individuo. Consciente de sí mismo, el conatus se llama deseo, apetencia, voluntad de entrar en encuentros convenientes. La alegría que nace de esos encuentros aumenta la potencia del actuar o de la fuerza de existir. Por lo tanto, el conatus es un esfuerzo para aumentar las pasiones alegres que nutren la potencia. También se opone a lo que niega la alegría y el gozo y causa pasiones tristes, como el deleite morboso que algunos sienten frente a desgracias ajenas (“Si tu revolución no sabe bailar, no me invites a tu revolución”, oí decir en la selva chiapaneca). Esos placeres destructivos están envenenados de raíz por la tristeza y el odio. Además, exponen a los que los experimentan al peligro de encuentros con cosas más poderosas que ellos, que los destruirán. El escenario revolucionario convencional, para el que la revolución es una guerra, es una receta de encuentros destructivos, de cultivo del resentimiento y de pasiones tristes.
La revolución en gestación
Una revolución en gestación manifiesta primero un rechazo de lo intolerable. Rechazo no planificado, endógeno, es decir, “nacido en situación” de las entrañas de una multitud. Cuando se instala, volviéndose régimen, la revolución se metamorfosea en dispositivo de poder. Entre la indignación visceral, el“¡ya basta!” frente a lo intolerable, y la revolución instalada, hay un punto, un gozne, que es esencial entender. En este “entre-dos”, casi todas las revoluciones se transformaron en regímenes cada vez más intolerantes con los anhelos de esas mismas multitudes que habían puesto sus esperanzas en ellas. Durante este período crítico, se imponen los nuevos poderes imbuidos de la legitimidad que pretenden haber recibido de la potencia expresada por los anhelos revolucionarios. A partir de este punto, pocos “poderes revolucionarios” resistirán a la tentación de liquidar la potencia de los pobres que inicialmente los habían nutrido. Conviene ser escépticos frente a las proclamaciones revolucionarias partidistas. Al respecto, no se podría recomendar con demasiada insistencia la lectura de Spinoza a los partidarios de la revolución democrática. En su ciudad natal, Ámsterdam, entre 1650 y 1672, Spinoza vivió activamente uno de los primeros experimentos democráticos de la época moderna que terminó con el asesinato de sus iniciadores, los hermanos De Witt. Sus grandes preguntas teológico-políticas se arraigan en ésta experiencia amarga. “¿Por qué los hombres pelean para preservar su esclavitud más que para conquistar su libertad?”. “¿Por qué una religión que proclama el amor y la alegría inspiró tantas guerras, tanta intolerancia y tanto odio?” “¿A qué se debe el fracaso de la democracia?”. “¿Es posible que la multitud se vuelva comunidad de hombres libres más que congregación de esclavos?”. Todas son preguntas revolucionarias. A pesar del fracaso de esa primera revolución democrática, de sus tribulaciones personales y de las amenazas de muerte contra su persona, Spinoza nunca permitió que pasiones tristes oscurecieran su visión. Su ejemplo puede inspirar a los revolucionarios democráticos actuales. No hay que enterrar la idea de revolución con el cadáver de las revoluciones fallidas y las mentiras de los que quieren montarse en la ola del “¡ya basta!”. Frutos del odio, los juegos de poder posrevolucionarios no demuestran, como lo machacaron ciertos “nuevos” filósofos, que toda actitud revolucionaria es en sí estéril, vana y destructora. Por el contrario, el evitable ascenso de una minoría ávida de poder que se persigna con la potencia de las multitudes debe invitar a replantear de raíz el concepto de revolución.
Los verdaderos autores de todo cambio revolucionario son siempre potencias revolucionarias múltiples que, por su misma naturaleza, no pueden ser detenidas ni controladas por hombres de poder. Cuando parece que lo son, es que revolucionarios profesionales, formados en las más clásicas escuelas de poder, fagocitaron las razones y los deseos revolucionarios. El reiterado fracaso conceptual de los grandes proyectos revolucionarios de los dos últimos siglos no es imputable a las multitudes que los habían engendrado, es decir, a las mujeres y hombres para quienes los cambios revolucionarios eran la expresión de su rechazo de lo intolerable. Las causas de este fracaso deben buscarse en el núcleo de valores duros que constituye el bagaje de los revolucionarios profesionales: el sentido de la disciplina (de los que obedecen) y del deber (hacia los que mandan), el control (de todos aquellos que piensan sin permiso oficial), la pureza revolucionaria (de combatientes comprometidos por su lealtad hacia una clase, una religión, una ideología). Una de las principales amenazas a toda rebeldía justa es que ésta representa una fuente de poder codiciada desde su emergencia por hombres tristes que disimulan su falta de potencia bajo una máscara revolucionaria.
Una revolución digna de este nombre sólo puede ser una creación libre de las potencias que la constituyen; una operación de cambio estructural realizada por un conjunto de manipulados que delegan a sus manipuladores el derecho de blandir sus banderas oficiales, no lo es. Al emanar de una multitud, una revolución no manipulada modificaría permanentemente los órdenes que se revelaran destructores y las relaciones sociales portadores de nuevas injusticias. Sería fuente de savias de libertad que, como los jugos vitales de una planta, pueden regenerar a la sociedad. Sus actos cotidianos harían jurisprudencia y, con ello, alimentarían la potencia revolucionaria que ningún régimen nunca sería capaz de desarraigar. No importa que esta multitud de proyectos minoritarios no tenga objetivos macro revolucionarios. Lo que importa es que teja relaciones nuevas capaces de hacer jurisprudencia. Contra el escenario revolucionario convencional, hay que afirmar esa verdad elemental: la creación revolucionaria de esas nuevas relaciones requiere la paz. Al respecto, como Ulises lo decía de la guerra, no estoy seguro de las intenciones del capitalismo.
Post scriptum: La historia reciente demuestra que, cada vez más, el capitalismo se mantiene por la violencia. El capitalismo es guerra y no sería muy sabio ubicar la revolución en su terreno.
Notas
1 André Gorz, Capitalisme, socialisme, écologie. Désorientations, orientations, Galilée, París, 1991, p. 27, citado por Serge Latouche, en Petit traité de la décroissance sereine, Mille et Une Nuit/ Fayard, París, 2007, p. 202.
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