Aunque mi oficio, parte de él consiste en tejer palabras, no encuentro las que rebelen con precisión, los sentimientos con que hoy recibo la Medalla de Honor que lleva el nombre del doctor Belisario Domínguez, otorgada por el Senado de la República.
Me limito, entonces, a expresar con llaneza un gracias escueto, pero suficiente ante la unánime decisión de los integrantes de este cuerpo legislativo, de encontrar en mi trayecto profesional sustancia bastante para merecer la alta distinción que hoy se me otorga. La entiendo como un reconocimiento a la tarea de informar y de suscitar opiniones, un reconocimiento al periodismo en general y en particular al que se ha afanado por promover y dar cuenta del cambio democrático en nuestro país, el periodismo que sin falsa objetividad se propone contribuir en comunión con sus lectores y oyentes, a la construcción de una sociedad fundada en la equidad y la justicia, una sociedad donde como humildemente quiso Morelos, queden moderadas la opulencia y la miseria.
El Doctor Domínguez era miembro de esta Cámara cuando arrostró con plena conciencia la muerte con tal de expresar sus convicciones, su condena al régimen usurpador y criminal de Victoriano Huerta, quien con la misma frialdad que ordenó asesinar al Presidente Francisco I. Madero, dispuso de la vida del propio Senador Domínguez, cuya muerte se agregó a las que la dictadura había ordenado para eliminar a los diputados Serapio Rendón y Adolfo Gorrión. En la valiente protesta por esas tres ejecuciones, el Diputado Eduardo Neri las condenó en su Cámara con tal fuerza que el déspota clausuró el Congreso al día siguiente el 10 de octubre de 1913.
No es casual que al instituir medallas para honrar a mexicanos distinguidos, las Cámaras del Congreso hayan escogido los nombres de esos combatientes con la palabra frente al huertismo.
Por cierto la Medalla Eduardo Neri, otorgada por los diputados, acaba de ser discernida y será entregada a don Miguel León Portilla, el gran humanista mexicano único recipiendario de las dos preseas del Poder Legislativo, pues en este lugar le fue entregada en 1995 la Belisario Domínguez.
El Senador Domínguez y el Diputado Neri, pertenecieron a la Vigésimosexta Legislatura, disuelta por la dictadura pretoriana usurpadora y que había acompañado al Presidente Madero en sus tenues, pero definidos intentos por transformar a México después del Porfiriato.
Pocas legislaturas han tenido frente a sí desafíos descomunales como la dispersada por Huerta, que en carceló a no pocos de sus integrantes.
Cambiando lo que haya que cambiar, porque el México de la Guerra Civil de 1913 no es el México de la difícil convivencia de 2008 a la Legislatura No. 60, la elegida hace dos años, le cumple una misión semejante a la de aquella coyuntura, dar la cara a uno de los momentos más críticos de la vida nacional, más difícil cuanto que parece que nos hayamos inermes frente a él.
No es que la sociedad mexicana carezca de experiencia ante las crisis, la ha adquirido a fuerza de golpes, de caer y levantarse, de deplorar lo perdido y comenzar de nuevo, pero pocas veces en la historia habían convergido adversidades de tan distinta índole y semejante gravedad que hacen de las sombrías horas que corren, horas de definición, de las que emergerá la sociedad disminuida y en riesgo de descomposición y aún de enfrentamiento o engrandecida para superar la magnitud del desafío para que sea por una vez madre providente de sus hijos.
No se requiere vocación de Casandra para avizorar un futuro preñado de vicisitudes lesivas de la convivencia, porque el pasado reciente y el presente las han incubado.
No se requiere tampoco padecer un ánimo infectado de pesimismo para advertir que día con día crecen las adversidades y aún surgen otras más entorno nuestro, desde el seno mismo de la sociedad, pero también sin que nos ciegue el optimismo, un optimismo que fuera trágicamente irreal como bautizó en que en sus días intentaba prevalecer don Daniel Cosío Villegas, percibimos que la energía social de los mexicanos es capaz de enfrentar esas adversidades con fortuna, sobre todo si utiliza nuevos instrumentos o de modo diferente emplea aquellos de que la República se dotó desde la hora de su fundación.
Aquí mismo, en esta casa, en esta representación del Federalismo tan caro a nuestra voluntad de unión están en curso procesos legislativos que resulta de un nuevo ensamble de instrumentos, circunstancias donde se combinan la formalidad de las instituciones y el dinamismo vital de la participación social directa, mentira que se trate de factores antagónicos y aún excluyentes.
Por lo contrario, la constitucionalidad de las tareas realizadas por los legisladores se alimenta con la movilización de los ciudadanos, que ya se pronunciaron en general en las urnas, pero pueden y quieren expresarse también en la calle, en los caminos en torno a asuntos puntuales, en procura de solución a sus problemas para acuciar legítimamente a sus legítimos representantes.
Lejos de demonizar a la movilización ciudadana, hemos de reconocer y valorar sus cualidades motrices. La calle, la gente en la calle, las multitudes que clamaron contra la inseguridad impulsaron la presentación de iniciativas de reforma legal, de creación de nuevos instrumentos contra el hampa.
De no ser por la vitalidad, por la viveza de los ciudadanos en acción, podría ocurrir que no se emprendieran las mutaciones legales que propicien un más eficaz combate a las varias formas de delincuencia, el terrorismo incluido que nos agobian y amenazan.
Movimiento social semejante se había manifestado, lo hace hoy mismo y se expresará también más adelante en torno de la reforma petrolera que necesita nuestro país.
La calidad del proceso legislativo en curso, sería otra, de no haberlo precedido el amplio debate nacional sobre un tema, que como pocos, no puede ser abordado sin la presencia de la sociedad. Ese debate social, una de cuyas porciones principales fue albergada por ésta Cámara, resultó de una feliz combinación de rasgos de nuestra república, la fortaleza del Poder Legislativo y el ejercicio de las libertades públicas, las que permiten a la gente reunirse y manifestar su parecer sobre los graves asuntos que conciernen a sus intereses y sus convicciones, que hoy, juntos legisladores y la gente digan lo que hay que hacer para poner al día, en estricto apego a la Constitución la industria petrolera nacional.
Esas libertades públicas requieren un fortalecimiento que impida retrocesos dañinos para la convivencia nacional. Nunca eliminados por entero como inexplicable hierba envenenada crecen tendencias al autoritarismo, a la criminalización de la protesta social, a la guerra sucia no enderezada sólo contra los opositores al régimen, sino contra ciudadanos en reclamo de sus derechos.
Permítanme, ciudadanas Senadores, ciudadanos Senadores instarlos a establecer un mecanismo social que impida o condene cuando ocurra la desaparición forzada de personas, que afecta hoy a decenas, cientos, quizá de mexicanos a quienes autoridades federales o locales levantaron como si fueran los captores delincuentes, es decir, los detuvieron, pero no los sometieron a juicio como deben proceder de acuerdo con la ley, y acaso los privaron de la vida como lo hacen los matones profesionales.
Ya hay legislación vigente al respecto. Pero se requiere mejorarla para hacerla compatible con instrumentos internacionales suscritos por México, y obligatorios, por lo tanto, para sus instituciones.
Una legislación que haga del Estado el cumplidor de la ley, y no su infractor en perjuicio de las personas, sería admirablemente completada por una Ley de Amnistía que haga salir de las cárceles a presos políticos que hoy mismo como en los peores tiempos del autoritarismo padecen prisión injusta.
Es imprescindible hoy restaurar las bases de la convivencia, del acuerdo en lo fundamental.
La sociedad diversa no puede ser homogeneizada, sino por la fuerza. La unidad impuesta lleva imbíbito el riesgo de la unanimidad, del pensamiento único; necesitamos identificar propósitos comunes impulsados desde la diferencia; necesitamos saber y obrar en consecuencia que los distintos, los otros no son por ello peligrosos; necesitamos saber que no son enemigos, sino acaso, adversarios.
El poder del dinero y el poder criminal de las armas sustraen ya ahora con marcas crecientes de la vida en común al imperio de la ley y la capacidad rectora del Estado. El ímpetu feroz de la delincuencia organizada parece no reconocer límites, los rompe todos; sorprende cada día con su ubicuidad y sus desplantes osados y crueles.
Los poderes fácticos, los que gobiernan sin haber sido elegidos, los que buscan y obtienen ganancia de negocios que atentan contra el interés general gobiernan en mayor medida que los gobiernos; la lucha de unos y otros poderes ilegítimos contra la sociedad, su éxito en el propósito de dominarla es favorecida por una situación económica, material cada vez más adversa, menos propiciatoria que la prosperidad y la expansión de la potencialidad humana.
Muchos creemos percibir la difusión de una desesperanza, de un desánimo social, un desencanto con las formas democráticas, un cinismo social que como los depredadores en infortunios impuestos por la naturaleza aprovechan la desgracia ajena para medrar.
Pero eso que nos ocurre, los fenómenos en sí mismos, y los que provocan esta desesperanza, no son una condena, son enfermedades del espíritu colectivo susceptibles de ser curadas, no con pociones mágicas que a la postres mas envenenan, en que sanan, sino con el empuje que más de una vez ha permitido ejercer y acrecentar la energía de los mexicanos.
No nos deslicemos a la desgracia, menos aún caigamos de súbito en su abismo, cada quien desde su sitio, sin perder sus convicciones, pero sin convertirlas en dogma que impidan el diálogo, impidamos que la sociedad se disuelva.
No es un desenlace inexorable, podemos frenarla, hagámoslo, y con la misma fuerza reconstruyamos la casa que nos albergue a todos o erijámosla si es que nunca la hemos tenido.
Me limito, entonces, a expresar con llaneza un gracias escueto, pero suficiente ante la unánime decisión de los integrantes de este cuerpo legislativo, de encontrar en mi trayecto profesional sustancia bastante para merecer la alta distinción que hoy se me otorga. La entiendo como un reconocimiento a la tarea de informar y de suscitar opiniones, un reconocimiento al periodismo en general y en particular al que se ha afanado por promover y dar cuenta del cambio democrático en nuestro país, el periodismo que sin falsa objetividad se propone contribuir en comunión con sus lectores y oyentes, a la construcción de una sociedad fundada en la equidad y la justicia, una sociedad donde como humildemente quiso Morelos, queden moderadas la opulencia y la miseria.
El Doctor Domínguez era miembro de esta Cámara cuando arrostró con plena conciencia la muerte con tal de expresar sus convicciones, su condena al régimen usurpador y criminal de Victoriano Huerta, quien con la misma frialdad que ordenó asesinar al Presidente Francisco I. Madero, dispuso de la vida del propio Senador Domínguez, cuya muerte se agregó a las que la dictadura había ordenado para eliminar a los diputados Serapio Rendón y Adolfo Gorrión. En la valiente protesta por esas tres ejecuciones, el Diputado Eduardo Neri las condenó en su Cámara con tal fuerza que el déspota clausuró el Congreso al día siguiente el 10 de octubre de 1913.
No es casual que al instituir medallas para honrar a mexicanos distinguidos, las Cámaras del Congreso hayan escogido los nombres de esos combatientes con la palabra frente al huertismo.
Por cierto la Medalla Eduardo Neri, otorgada por los diputados, acaba de ser discernida y será entregada a don Miguel León Portilla, el gran humanista mexicano único recipiendario de las dos preseas del Poder Legislativo, pues en este lugar le fue entregada en 1995 la Belisario Domínguez.
El Senador Domínguez y el Diputado Neri, pertenecieron a la Vigésimosexta Legislatura, disuelta por la dictadura pretoriana usurpadora y que había acompañado al Presidente Madero en sus tenues, pero definidos intentos por transformar a México después del Porfiriato.
Pocas legislaturas han tenido frente a sí desafíos descomunales como la dispersada por Huerta, que en carceló a no pocos de sus integrantes.
Cambiando lo que haya que cambiar, porque el México de la Guerra Civil de 1913 no es el México de la difícil convivencia de 2008 a la Legislatura No. 60, la elegida hace dos años, le cumple una misión semejante a la de aquella coyuntura, dar la cara a uno de los momentos más críticos de la vida nacional, más difícil cuanto que parece que nos hayamos inermes frente a él.
No es que la sociedad mexicana carezca de experiencia ante las crisis, la ha adquirido a fuerza de golpes, de caer y levantarse, de deplorar lo perdido y comenzar de nuevo, pero pocas veces en la historia habían convergido adversidades de tan distinta índole y semejante gravedad que hacen de las sombrías horas que corren, horas de definición, de las que emergerá la sociedad disminuida y en riesgo de descomposición y aún de enfrentamiento o engrandecida para superar la magnitud del desafío para que sea por una vez madre providente de sus hijos.
No se requiere vocación de Casandra para avizorar un futuro preñado de vicisitudes lesivas de la convivencia, porque el pasado reciente y el presente las han incubado.
No se requiere tampoco padecer un ánimo infectado de pesimismo para advertir que día con día crecen las adversidades y aún surgen otras más entorno nuestro, desde el seno mismo de la sociedad, pero también sin que nos ciegue el optimismo, un optimismo que fuera trágicamente irreal como bautizó en que en sus días intentaba prevalecer don Daniel Cosío Villegas, percibimos que la energía social de los mexicanos es capaz de enfrentar esas adversidades con fortuna, sobre todo si utiliza nuevos instrumentos o de modo diferente emplea aquellos de que la República se dotó desde la hora de su fundación.
Aquí mismo, en esta casa, en esta representación del Federalismo tan caro a nuestra voluntad de unión están en curso procesos legislativos que resulta de un nuevo ensamble de instrumentos, circunstancias donde se combinan la formalidad de las instituciones y el dinamismo vital de la participación social directa, mentira que se trate de factores antagónicos y aún excluyentes.
Por lo contrario, la constitucionalidad de las tareas realizadas por los legisladores se alimenta con la movilización de los ciudadanos, que ya se pronunciaron en general en las urnas, pero pueden y quieren expresarse también en la calle, en los caminos en torno a asuntos puntuales, en procura de solución a sus problemas para acuciar legítimamente a sus legítimos representantes.
Lejos de demonizar a la movilización ciudadana, hemos de reconocer y valorar sus cualidades motrices. La calle, la gente en la calle, las multitudes que clamaron contra la inseguridad impulsaron la presentación de iniciativas de reforma legal, de creación de nuevos instrumentos contra el hampa.
De no ser por la vitalidad, por la viveza de los ciudadanos en acción, podría ocurrir que no se emprendieran las mutaciones legales que propicien un más eficaz combate a las varias formas de delincuencia, el terrorismo incluido que nos agobian y amenazan.
Movimiento social semejante se había manifestado, lo hace hoy mismo y se expresará también más adelante en torno de la reforma petrolera que necesita nuestro país.
La calidad del proceso legislativo en curso, sería otra, de no haberlo precedido el amplio debate nacional sobre un tema, que como pocos, no puede ser abordado sin la presencia de la sociedad. Ese debate social, una de cuyas porciones principales fue albergada por ésta Cámara, resultó de una feliz combinación de rasgos de nuestra república, la fortaleza del Poder Legislativo y el ejercicio de las libertades públicas, las que permiten a la gente reunirse y manifestar su parecer sobre los graves asuntos que conciernen a sus intereses y sus convicciones, que hoy, juntos legisladores y la gente digan lo que hay que hacer para poner al día, en estricto apego a la Constitución la industria petrolera nacional.
Esas libertades públicas requieren un fortalecimiento que impida retrocesos dañinos para la convivencia nacional. Nunca eliminados por entero como inexplicable hierba envenenada crecen tendencias al autoritarismo, a la criminalización de la protesta social, a la guerra sucia no enderezada sólo contra los opositores al régimen, sino contra ciudadanos en reclamo de sus derechos.
Permítanme, ciudadanas Senadores, ciudadanos Senadores instarlos a establecer un mecanismo social que impida o condene cuando ocurra la desaparición forzada de personas, que afecta hoy a decenas, cientos, quizá de mexicanos a quienes autoridades federales o locales levantaron como si fueran los captores delincuentes, es decir, los detuvieron, pero no los sometieron a juicio como deben proceder de acuerdo con la ley, y acaso los privaron de la vida como lo hacen los matones profesionales.
Ya hay legislación vigente al respecto. Pero se requiere mejorarla para hacerla compatible con instrumentos internacionales suscritos por México, y obligatorios, por lo tanto, para sus instituciones.
Una legislación que haga del Estado el cumplidor de la ley, y no su infractor en perjuicio de las personas, sería admirablemente completada por una Ley de Amnistía que haga salir de las cárceles a presos políticos que hoy mismo como en los peores tiempos del autoritarismo padecen prisión injusta.
Es imprescindible hoy restaurar las bases de la convivencia, del acuerdo en lo fundamental.
La sociedad diversa no puede ser homogeneizada, sino por la fuerza. La unidad impuesta lleva imbíbito el riesgo de la unanimidad, del pensamiento único; necesitamos identificar propósitos comunes impulsados desde la diferencia; necesitamos saber y obrar en consecuencia que los distintos, los otros no son por ello peligrosos; necesitamos saber que no son enemigos, sino acaso, adversarios.
El poder del dinero y el poder criminal de las armas sustraen ya ahora con marcas crecientes de la vida en común al imperio de la ley y la capacidad rectora del Estado. El ímpetu feroz de la delincuencia organizada parece no reconocer límites, los rompe todos; sorprende cada día con su ubicuidad y sus desplantes osados y crueles.
Los poderes fácticos, los que gobiernan sin haber sido elegidos, los que buscan y obtienen ganancia de negocios que atentan contra el interés general gobiernan en mayor medida que los gobiernos; la lucha de unos y otros poderes ilegítimos contra la sociedad, su éxito en el propósito de dominarla es favorecida por una situación económica, material cada vez más adversa, menos propiciatoria que la prosperidad y la expansión de la potencialidad humana.
Muchos creemos percibir la difusión de una desesperanza, de un desánimo social, un desencanto con las formas democráticas, un cinismo social que como los depredadores en infortunios impuestos por la naturaleza aprovechan la desgracia ajena para medrar.
Pero eso que nos ocurre, los fenómenos en sí mismos, y los que provocan esta desesperanza, no son una condena, son enfermedades del espíritu colectivo susceptibles de ser curadas, no con pociones mágicas que a la postres mas envenenan, en que sanan, sino con el empuje que más de una vez ha permitido ejercer y acrecentar la energía de los mexicanos.
No nos deslicemos a la desgracia, menos aún caigamos de súbito en su abismo, cada quien desde su sitio, sin perder sus convicciones, pero sin convertirlas en dogma que impidan el diálogo, impidamos que la sociedad se disuelva.
No es un desenlace inexorable, podemos frenarla, hagámoslo, y con la misma fuerza reconstruyamos la casa que nos albergue a todos o erijámosla si es que nunca la hemos tenido.
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