La primera prueba de su existencia la tuve hace algunos años, cuando Fidel Castro enfermó y, en Miami, la gusanera salió a la calle festejando la grave dolencia del dirigente cubano y celebrando anticipadamente su muerte a la espera de que Dios la complaciera: ¡Que muera el dictador, que muera el dictador!
Y Dios los complació. Días más tarde moría Alfredo Stroessner.
No cesaron en Miami de reclamar la gracia divina, matizando, eso sí, que no era el dictador paraguayo a quien querían muerto sino al otro, al hijo puta.
Y Dios volvió a complacerlos. Días más tarde moría Pinochet.
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