sábado, 19 de noviembre de 2011

¿Vale la pena?*

Testimonios de jornaleras mexicanas en Nueva York
Joseph Sorrentino
El día de Olga comienza alrededor de las 5:00 horas. “Me levanto y preparo el desayuno para mi esposo y mis hijos”, dice. Mientras su marido come, ella toma una ducha rápida. “Llevo a mi esposo a su trabajo a las 7:00, regreso para dejar a mis hijos en la escuela a las 7:30 y me voy a trabajar a las 7:45”. “Entonces, dependiendo de la época del año, Olga, que es una jornalera, trabaja ocho horas clasificando cebollas en una planta empacadora, o diez en la siembra o hasta 12 horas en la cosecha de la cebolla. Y, de nuevo dependiendo de la temporada, trabaja seis días a la semana o los siete. Cuando llega a casa, descansa unos 30 minutos antes de comenzar sus labores nocturnas, que incluyen hacer la cena, ayudar a sus dos hijos más chicos con la tarea de la escuela, lavar ropa y hacer algo de limpieza. “De hecho, trabajo desde las cinco de la mañana hasta las 11 de la noche”, dice.

Gloria Jasso, otra jornalera, lo describe así: “Siendo una trabajadora del campo, una tiene dos trabajos o de hecho más de dos”.

Aunque nadie puede decir con exactitud cuántos trabajadores agrícolas hay en el oeste de Nueva York, las estimaciones van de 60 mil a 80 mil. La inmensa mayoría provienen de México o son mexico-estadounidenses y se sabe que más de la mitad de todos los jornaleros mexicanos están aquí ilegalmente. Hasta hace poco, el trabajo agrícola era realizado casi exclusivamente por hombres jóvenes, pero eso está cambiando. “Durante los cinco o seis años recientes ha habido un aumento en el número de mujeres que trabajan en granjas”, dice Ami Kadar, una defensora de los trabajadores del campo. Una encuesta realizada en 2007 por el Departamento de Trabajo encontró que en todo Estados Unidos (EU) 22 por ciento de los jornaleros eran mujeres. Kadar piensa hoy el porcentaje podría ser 50 en algunas áreas.

Son varias las razones por las que cada vez más mexicanas están trabajando en las granjas. “La pobreza está empeorando en México”, afirma Kadar, “y eso está enviando un montón de mujeres al Norte. Ellas quieren ganar dinero también”.

Muchas mujeres también han decidido arriesgarse a entrar a EU para reunirse con sus esposos o novios que trabajan aquí. Tradicionalmente, los mexicanos regresaban a sus pueblos cuando no había mucho trabajo acá. Pero el reforzamiento de la seguridad en la frontera ha hecho que quienes están aquí ilegalmente sientan miedo de regresar a México; ya no van ni de visita, pues ya no podrían regresar. Así, los hombres se quedan en EU durante años y a veces de forma permanente. De hecho, hay muchos pueblos en México vacíos de hombres sanos y jóvenes. Las mujeres, cansadas de esperar a que los hombres regresen, deciden irse a EU y a veces con los hijos a cuestas, para trabajar juntos.


Hoy día otra de las razones que se cita a menudo del porqué la gente está saliendo de México es la violencia generada por la guerra contra las drogas.

Pero la razón principal por la cual hay más mujeres que trabajan en el campo es su deseo de ofrecer algo mejor para su familia. “Quiero ver a mis hijos crecer y estudiar –dice Jasso–. Quiero que tengan mejores empleos y oportunidades. Eso no es posible en México”. Pero los desafíos y sacrificios son muchos.

Olga no trabajaba en el campo ni hacía mucho trabajo manual en México. Durante 13 años laboró en una papelería con un salario de 800 pesos por semana.

“Nunca había plantado nada antes, y el trabajo era tan difícil. Lloré por meses cuando vine por primera vez. Mi trabajo (en México) era limpio. Aquí estoy bajo el sol, con calor, en la tierra...”, dice. Durante la siembra,

Olga pasa seis u ocho horas inclinada, colocando las cebollas en la tierra. Incluso ahora, se siente adolorida durante los primeros días. Olga prefiere trabajar en el área de clasificación de cebollas, aunque gana menos dinero allí. En un día laborioso, hasta cinco mil libras (unos 11 mil kilos) de cebollas por hora serán clasificadas por Olga y otra mujer. Aunque es más fácil que trabajar en los campos, esta labor también repercute en su cuerpo. “Tener que permanecer en un mismo lugar (para ordenar las cebollas) es difícil. “Mi espalda, mis brazos, me duelen... mis pies y piernas se hinchan. Casi todas las mujeres tienen venas varicosas, yo las tengo también”, dice.

“Cualquier tipo de trabajo en el campo tiene sus desafíos. Las frambuesas, por ejemplo, son fáciles de recoger, pero su cosecha es en junio y un día caluroso puede dejar a una persona agotada. Jasso prefiere la cosecha de fresas, que implica estar arrodillada todo el día, algo que la deja adolorida y deshidratada. Y cuando Janet López pasa el día trabajando en el campo de tomates, termina con las manos rojizas, un poco hinchadas y con ampollas. Al final de la jornada, las mujeres están cansadas y sucias. “Todo lo que quiero hacer es dormir”, dice Laura Gutiérrez López. Pero no puede. Al igual que las otras mujeres jornaleras, más trabajo les espera al regresar a casa.

En México, especialmente en las zonas rurales, las mujeres asumen el rol tradicional de cuidado de los hijos y las tareas domésticas, aun cuando trabajen fuera de casa. “Los hombres piensan: ‘yo trabajo fuera del hogar, ya es suficiente’”, dice López. “Muchas mujeres trabajan en el campo y además tienen que limpiar, cocinar y bañar a sus hijos”. Ciertamente, no siempre es así. López y varias mujeres más dicen que sus maridos tratan de apoyar en las tareas domésticas, por lo general en la cocina, pero muchas veces no es posible. “Mi esposo no puede ayudar porque trabaja diez o 14 horas y llega a casa muy tarde”, dice Jasso. “Casi nunca come con la familia”.

Todo este trabajo –en el campo y en la casa– deja a las mujeres muy poco tiempo para convivir con sus hijos. “Durante la cosecha, el trabajo es de lunes a sábado y los domingos a veces”, dice Olga. “Son 11 horas al día, más o menos. Me siento mal. Cuando salgo de casa, ellos están durmiendo y cuando regreso ya se acostaron. Sé que estamos ganando dinero, pero pasan días enteros sin poder ver a mis hijos.

Ningún texto sobre los trabajadores agrícolas puede ignorar el tema de la inmigración ilegal. Como dije antes, más de la mitad de todos los trabajadores mexicanos están aquí sin amparo de documentos. Aunque se puede afirmar que están violando la ley, también hay argumentos de que están realizando trabajo que muy pocos ciudadanos de EU hacen o están dispuestos a hacer.

Y si para las mujeres que están aquí legalmente la vida es tan difícil, la mejor manera de describir la vida de las indocumentadas es que se asemeja a un arresto domiciliario.

La mayoría de las mujeres con los que hablé dijeron que la policía o los agentes de Inmigración y Aduanas están a menudo estacionados afuera de las tiendas que frecuentan los mexicanos y de los lugares donde se congregan o donde trabajan o viven. También, que a los mexicanos los detienen sin razón alguna. Scott Hess, alguacil del condado de Orleans, dice que esto no es verdad: “No los vemos como objetivo”. Independientemente de si esto ocurre o no, los trabajadores mexicanos indocumentados perciben que esto es así y viven con miedo.

Ana entró a Estados Unidos ilegalmente en 2006, vino de Tamaulipas, un estado del norte que es de los más peligrosos en México. Fosas comunes, llenas de personas involucradas en la guerra antinarcóticos o que han quedado atrapadas en medio de ellas, aparecen allí con una regularidad alarmante. “Yo vine aquí sólo para trabajar para mi familia y ayudar a mi madre”, dice. Su vida es muy restringida. “Por la mañana, antes de salir al trabajo, echo una mirada a las calles para ver si un alguacil o la Patrulla Fronteriza está fuera. Si no está ninguno de ellos, salgo. Mi marido también checa las calles antes de ir a trabajar. Creo que hay más peligro para los hombres. Por lo general, la policía no molesta a las mujeres, pero a los hombres sí”. Cuando Ana y su marido no están trabajando, se quedan en la casa. “Esto no es vida. No puedo salir. Mis hijos me piden que los lleve a los juegos, y no puedo debido a Inmigración. Nos encantaría ir al parque con ellos, pero no puedo y eso duele. Nos hace sentir como delincuentes, como ladrones o asesinos, como cucarachas”.

Debido a su estatus migratorio, es imposible para Ana ir a México pues no podría volver a entrar a Estados Unidos. “Tengo una hija en México con dos nietos que no conozco”, dice. “Puedo verlos por internet, pero no es lo mismo. No puedo abrazarlos. Mis padres se van a morir algún día y no voy a verlos”.

Ana estaba preparando la cena y abrió su refrigerador: “Mira, no hay frutas ni vegetales frescos. No tengo nada porque esta semana Inmigración y la policía están en todas partes. He pasado tres semanas sin comprar comida”.

Irónicamente, los trabajadores indocumentados son los más libres cuando están en proceso de ser deportados.

Laura Gutiérrez López entró ilegalmente al país por segunda vez en 2007. Quería ahorrar suficiente dinero para comprar una casa para sus padres en México –lo hizo– y abrir una tienda en México –casi lo hizo–. Al igual que todos los indocumentados, tuvo que limitar sus movimientos. “A veces podíamos salir (de la casa), pero siempre estábamos temerosos, pues no sabíamos si era seguro. Entonces pensamos que no podíamos vivir con miedo, y decidimos salir, y cuando nos tocara a nosotros (ser detenidos), aceptar que era nuestro turno”, dice. A ella le llegó su turno el pasado septiembre, cuando un alguacil la siguió cuando salía de una estación de gasolina. Le dijeron que su registro había expirado –ella insiste en que no era así– y el alguacil llamó a Inmigración. Ahora ella está en proceso de ser deportada, algo que podría tomar un par de meses. “Antes no podía ir de compras siempre que yo quería; no podía salir si había policías o agentes de Inmigración a la vista. Ahora, si quiero hacer compras, voy. Ahora estoy más libre, mucho más tranquila”. Ella ha llevado a sus hijos a los parques de diversiones, algo que no hizo nunca antes.

Nadie duda que el trabajo agrícola es difícil y absolutamente necesario. Y para las mujeres, es realmente sólo la mitad de su jornada, con más por hacer esperándoles en casa. A todas las mujeres entrevistadas para este artículo les pregunté: ¿Vale la pena? A pesar de todos los sacrificios, retos y trabajo duro, ninguna de ellos dudó. Todas respondieron: “Sí”. La respuesta a la pregunta ¿por qué? fue porque así aseguraban una vida mejor para sus hijos. 

*Publicado originalmente en Rochester Magazine

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