Han transcurrido casi cinco años desde que el Presidente Felipe Calderón declaró la “guerra” contra la delincuencia organizada en México. Desde entonces, México ha sufrido un incremento dramático de la violencia. Tras un descenso sostenido que se mantuvo durante casi dos décadas, la tasa de homicidios aumentó más del 260 por ciento entre 2007 y 2010. El gobierno estima que hubo casi 35.000 muertes relacionadas con la delincuencia organizada entre diciembre de 2006 y fines de 2010, incluido un aumento drástico cada año: pasó de 2.826 muertes en 2007 a 15.273 en 2010. En lo que va de 2011, la prensa mexicana informó sobre más de 11.000 muertes vinculadas con el narcotráfico.
Este incremento alarmante de la violencia ha sido consecuencia, en gran parte, de la rivalidad entre poderos carteles que compiten por el control del narcotráfico y otras actividades lucrativas ilícitas, como la trata de personas, así como de enfrentamientos internos entre sus propios miembros. Estas organizaciones han cometido graves delitos contra integrantes de bandas rivales y también contra miembros de las fuerzas de seguridad. Sus actividades ilícitas también han afectado prácticamente todas las esferas de la vida pública, e incluyen las más variadas modalidades, como extorsión de pequeñas empresas, bloqueos de las principales autopistas, cierre de escuelas, toques de queda nocturnos, secuestros en masa y asesinatos de funcionarios públicos. Han apelado a demostraciones públicas de violencia —desde dejar cabezas de personas decapitadas en plazas públicas hasta colgar cuerpos mutilados de puentes sobre carreteras— con el fin de infundir el terror, no sólo entre sus rivales, sino también en la población general. Han tenido un profundo impacto en la sociedad mexicana.
El gobierno de México tiene el deber de adoptar medidas para proteger a sus ciudadanos frente al delito; y cuando estos sean víctimas de la delincuencia, el gobierno tiene la obligación de asegurar que el sistema de justicia penal funcione de manera adecuada para brindarles recursos efectivos. Cuando el Presidente Calderón asumió en 2006, heredó un país donde los carteles consolidaban progresivamente su presencia y las fuerzas de seguridad —militares y civiles— tenían extensos antecedentes de abusos e impunidad en el cumplimiento de esta importante función.
En lugar de adoptar las medidas necesarias para reformar y fortalecer las deficientes instituciones de seguridad pública de México, Calderón decidió emplearlas para llevar adelante una “guerra” contra organizaciones delictivas que ostentaban cada vez mayor poder en el país. Asignó al Ejército un rol central en su estrategia de seguridad pública, que se enfocó principalmente en enfrentar a los carteles mediante el uso de la fuerza.
Actualmente, más de 50.000 soldados están asignados a operativos de gran escala contra el narcotráfico en todo México. En los lugares donde se han desplegado estas fuerzas, los soldados han asumido varias de las responsabilidades propias de la Policía y de los agentes del Ministerio Público —como patrullar zonas, intervenir cuando hay enfrentamientos armados, investigar delitos y obtener datos de inteligencia sobre organizaciones delictivas—. A su vez, se ha reducido el control civil de las actuaciones militares. A los operativos de las Fuerzas Armadas se han sumado miles de miembros de la recientemente reconstituida Policía Federal y más de 2.200 fuerzas policiales distintas de los estados y los municipios, si bien la cooperación entre estas fuerzas de seguridad es a menudo limitada o superficial.
¿Cuál ha sido el desempeño de las fuerzas de seguridad? Hace dos años, Human Rights Watch se propuso responder a este interrogante. Para ello, realizamos investigaciones exhaustivas en cinco estados profundamente afectados por la violencia vinculada al narcotráfico: Baja California, Chihuahua, Guerrero, Nuevo León y Tabasco. Se efectuaron más de 200 entrevistas a un amplio espectro de funcionarios gubernamentales, miembros de las fuerzas de seguridad, víctimas, testigos, defensores de derechos humanos y otros actores. También se analizaron estadísticas oficiales, se recabaron datos a través de pedidos de información pública y se examinaron expedientes, procedimientos legales y denuncias de violaciones de derechos humanos, además de otras pruebas.
Mediante este análisis, Human Rights Watch pudo observar que existe una política de seguridad pública que fracasa seriamente en dos aspectos. No sólo no ha logrado reducir la violencia, sino que además ha generado un incremento drástico de las violaciones graves de derechos humanos, que casi nunca se investigarían adecuadamente. Es decir, en vez de fortalecer la seguridad pública en México, la “guerra” desplegada por Calderón ha conseguido exacerbar un clima de violencia, descontrol y temor en muchas partes del país.
El informe completo aquí
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