Empezamos juntando la boca, la lengua, porque de allí sale lo que hablamos. Exploramos la saliva, los dientes, y de pronto un idioma desconocido nos poseyó. Era un idioma caliente, como si hubiésemos encendido un fuego en nuestra sangre, pero sus palabras no tenían forma. Parecían quejidos largos, pero nada nos dolía. Eran suspiros, gruñidos, qué sé yo. Las manos se nos llenaron de señas, de ganas de dibujarnos cosas ininteligibles en el cuerpo. A mí el sexo se me puso húmedo. Pensé que orinaba, pero no era igual. A Adán, el pene, eso que cuelga entre las piernas de los hombres, le creció mucho. Era una mano que apuntaba hacia mi centro. Por fin atinamos a comprender que esa parte suya tendría que alojarse en mí para que nos volviéramos a juntar. Dolió cuando él entró en mi interior mojado. Pensé que no alcanzaría, pero se acomodó apretadamente. La sensación fue extraña al principio. Empezamos a movernos. Creo que Adán pensaba que podría tocarme el corazón. Se hundía buscándome el fondo. Nos mecimos, igual que el mar sobre la playa. Después sentí que mi vientre quería apretar esa manos suya, estrecharla, salir a su encuentro. Creía que no resistiría más la sensación. Entonces, un destello se extendió por mis piernas, me subió por el vientre, el pecho, los brazos, la cabeza. Después temblé toda igual que la tierra cuando caen los truenos. Adán dice que para él fue un desborde, un río que salió impetuoso, derramándose hacia mí. Él tembló también -dijo Eva, sonriendo-. Gritó. Creo que lo mismo hice yo. Eso fue todo. Después nos quedamos dormidos.
De “El Infinito En La Palma De La Mano”.
Gioconda Belli
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