Leer la prensa se está convirtiendo, cada vez más, en un acto de puro masoquismo.
Abres el periódico y te das de bruces con la noticia del asesinato en Yemen de un tal Anuar El Aulaki. A esta persona, dice el diario, la ha matado la CIA mediante el expeditivo método de pegarle un pepinazo con un mísil lanzado desde un avión no tripulado. Así pues la CIA califica a una persona como terrorista y a continuación la mata, sin más. Los redactores de la noticia presentan a El Aulaki como el jefe de Al Qaeda en Yemen, básicamente porque así lo ha caracterizado Obama y los periodistas serios y rigurosos no cuestionan nada de lo que diga el señor emperador. Pero ¿y si hubiera habido una equivocación y solamente fuera el cocinero del jefe de Al Qaeda?, ¿o el portero de su casa?, ¿o uno que simplemente pasaba por ahí? Algo perfectamente posible tratándose de un asesinato ejecutado sin juicio y sin pruebas.
Suspiras y te acuerdas del reciente asesinato extrajudicial —real o simbólico— de Bin Laden y de la publicidad que se le dio, así como de las 350 personas que han sido asesinadas por aviones no tripulados desde 2009, esto es, desde la llegada de Obama a la cúpula del poder imperial. Por eso rememoras también el yes we can, la obamanía y el Premio Nobel de la Paz que le dieron a Obama por haber pronunciado dos o tres discursos ambiguos sobre el desarme nuclear y la necesidad de rehacer los puentes de diálogo con los países musulmanes.
Unos días después lees que altos cargos de la administración norteamericana han declarado que, según sus investigaciones, el gobierno de Irán ha organizado un complot en Washington para asesinar al embajador de Arabia Saudí. El señor emperador apostilla rápidamente que eso va a tener serias consecuencias para Irán. ¿Un complot iraní en Washington?, ¿cuáles son las pruebas que inculpan al gobierno iraní?, ¿ha examinado un juez independiente e imparcial esas pruebas?, ¿se le ha permitido al gobierno iraní defenderse de esas acusaciones?, ¿se trata de otro montaje de los servicios secretos estadounidenses?, ¿y se puede llegar a perpetrar una nueva matanza a partir de unas acusaciones sin fundamento de los responsables del poder ejecutivo de EE.UU.? Pues claro que se puede y a ninguno de nosotros nos extrañaría porque ya estamos muy acostumbrados a ello. Al fin y al cabo, llevamos diez años de guerra contra el terrorismo justificada en acusaciones semejantes, empezando por la versión oficial sobre la autoría del 11-S que es la mentira más grande jamás contada y que mucha gente se cree todavía a pies juntillas.
Sigue la lectura de la prensa a modo de cilicio: “Sirte agoniza entre los ataques de la OTAN y el cerco de los rebeldes”. ¿Pero la OTAN no había intervenido en Libia para proteger a la población civil? Menuda tomadura de pelo, menuda pantomima criminal: la OTAN mata a los civiles de Sirte por su bien, para protegerles. Al cabo de pocos días leemos que, tras el linchamiento de Gadaffi, Carmen Chacón —la ministra mejor valorada en las encuestas, por cierto— anuncia el final de la misión en Libia porque considera que ya se han alcanzado todos los objetivos perseguidos por la OTAN. Es decir, que la misión consistía en matar a Gadaffi y en sustituir su régimen por otro totalmente subordinado a los intereses petroleros y geoestratégicos de las potencias occidentales. ¿Qué deben pensar ahora los diputados del grupo verde del parlamento europeo, o los de ERC o ICV, sobre su apoyo a la intervención militar “por razones humanitarias”? ¿Y los afamados intelectuales e investigadores por la paz que, de buena fe, escribieron artículos justificándola? En los días posteriores al linchamiento de Gadaffi se muestran muchas imágenes de su cadaver y del de su hijo, seguidas de otras en las que se ve la cara de satisfacción de Hilary Clinton en el momento en que es informada del asesinato del dirigente libio. La alegría de la Clinton debe ser, sobre todo, por aquello de que los muertos no hablan.
Todo lo anterior, por desgracia, no es excepcional: se ha convertido en el pan nuestro de cada día desde hace demasiados años. La manipulación intensiva y el autoritarismo ideológico han pasado a ser una práctica habitual de las oligarquías estadounidenese y europea. Y con gran éxito entre la población, todo hay que decirlo. Todavía resuenan en mi cabeza las carcajadas de un amigo jurista tras comentarle que también Sadam Hussein, Bin Laden o Gadaffi tenían derecho a la presunción de inocencia y a un juicio con garantías, como los tuvieron los acusados en los procesos de Nuremberg y Tokio.
En 2007, Wesley Clark, el general norteamericano que dirigió el ataque de la OTAN contra Yugoslavia en 1999, declaró en un programa de televisión que, poco después del 11-S, cuando ya había comenzado el ataque a Afganistán, un amigo suyo que trabajaba en el Pentágono le explicó que el gobierno de EE.UU. había decidido atacar a siete países en los años posteriores. Éstos eran Iraq, Líbano, Libia, Siria, Somalia, Sudán e Irán. Clark añadió que la razón principal de ese programa belicista era la necesidad de garantizar el acceso al petróleo de Oriente Medio.
De los siete países mencionados ya han atacado a tres (Líbano fue atacado por Israel —de facto, el 51 Estado de EE.UU— en el verano de 2006). El programa desvelado por Clark, pues, se va cumpliendo de forma inexorable y sólo se frenará si existen movilizaciones populares antibelicistas. Pero éstas únicamente serán posibles si existe un espacio sociocultural de contestación que esté convencido, en primer lugar, de que ha empezado ya la lucha desesperada por el control de los recursos escasos y, en segundo lugar, que el bloque más agresivo de los países que participan en esa lucha es el occidental, constituyendo por ello la principal amenaza a la paz y la seguridad del mundo. Si esta crisis desemboca en una gran conflagración militar, como ya ocurrió con la crisis del 29, se deberá antes que nada a las políticas belicistas de los gobiernos de la OTAN.
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