Miguel Ángel Granados Chapa
Distrito Federal– El 7 de febrero fueron levantados, en presencia de su madre doña Sara, Elías y Malena Reyes Salazar, así como su nuera Luisa Ornelas. Los cuerpos de las tres víctimas de esta agresión fueron hallados el viernes 25. La Fiscalía General de Chihuahua dijo haber realizado 15 rastreos en el Valle de Juárez, la zona semirural de Ciudad Juárez. Y en la víspera del hallazgo había ofrecido doscientos mil pesos a quien ofreciera informes suficientes para rescatar a los desaparecidos.
A la luz del desenlace, esas acciones son meras coartadas. La verdadera actitud de las autoridades es la manifestada por el subfiscal con sede en aquella ciudad. Durante dos semanas a las afueras de su oficina se instaló un plantón encabezado por doña Sara en protesta por la desaparición de sus hijos y el asesinato de dos más y un nieto, así como el incendio de su casa. El subfiscal no salió jamás a hablar con la angustiada madre, ya no digamos a ofrecerle una palabra de consuelo sino al menos para oírla e informarle de lo que los agentes ministeriales a sus órdenes estaban haciendo en ese caso. Su desdén silencioso, su desacato a las exigencias que demandaban justicia es hoy una conducta cómplice.
Ni siquiera tiene sentido demandar su despido, aunque se lo impongan sus superiores en un intento, desde ahora fallido, por lavar su imagen. No se le seguirá acción penal aun cuando su negligencia sea una de las causas del asesinato de tres personas, porque llevarlo a juicio sería una incriminación al sistema de procuración de justicia que sólo provoca dolor, indignación y rabia. Ni siquiera es sensato pedir su renuncia porque quien lo reemplace observará un comportamiento idéntico al suyo.
Además de su desprecio a una madre a quien desgarra el dolor, atenazada por el exterminio sistemático a que su familia está sometida y la impunidad de sus agresores, la probable causa del pasmo gubernamental, de su dolosa impasibilidad es que no pueda enfrentarse a los homicidas porque estén dotados de un poder insuperable, no el de las bandas de matones al servicio de la delincuencia organizada, sino el de agentes del Estado que con la anuencia de sus jefes o fuera de su control realicen esta matanza para acallar las voces de los deudos que demandan justicia.
Es preciso que la autoridad que formalmente se responsabilice de la averiguación incluya entre las líneas a investigar la actuación de una brigada de la muerte, un grupo paramilitar o parapolicial, integrado por miembros de las fuerzas armadas que ejecuten a personas no gratas para su concepción del orden, a personas que denuncien los abusos y atrocidades de soldados y gendarmes, sus oficiales y sus jefes. Sociedades que por fortuna pudieron salir de ese infierno, como Brasil, Uruguay, Chile, Argentina, padecieron la actuación de esas pandillas homicidas, a las que nuestro país ya conoció en los años de la guerra de baja intensidad en Chiapas.
Aunque ya había participado en grupos de protesta por los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y contra el establecimiento de un cementerio nuclear en los campos a su alrededor, la verdadera militancia de Josefina Reyes Salazar se originó en la suerte de sus hijos Julio César y Miguel Ángel. Éste fue capturado dos veces en 2009 por miembros del Ejército, y aquel había sido asesinado en el mismo año, y su madre atribuyó su muerte a personal militar. Es debido, en esta hora de tribulaciones, que la Secretaría de la Defensa Nacional y la Procuraduría General de la República establezcan con precisión el paradero de Miguel Ángel Reyes Reyes, quien a partir de su segundo arresto en noviembre del año antepasado está al parecer sometido a un juicio del que no se tiene noticia pública.
Durante los últimos meses de 2009, la madre de esos muchachos, dedicada habitualmente a la venta de barbacoa, integró un comité de derechos humanos, que recibía denuncias sobre abusos castrenses en el Valle de Juárez. Además de la causa de sus hijos, ventilaba los de tres víctimas más de esos excesos cuando fue asesinada el 3 de enero de 2010. Un comando de hombres encapuchados le destrozó el rostro a balazos. En agosto su hermano Rubén fue también ultimado. Y el 7 de febrero de este año fueron levantados Elías y Magdalena Reyes Salazar, todos ellos hijos de doña Sara, y su nuera Luisa Ornelas. Doña Sara viajaba en el vehículo de donde fueron arrancados los suyos, después de que los delincuentes la apartaron a ella y a su nieta de siete años.
Dos días después, doña Sara y su hija Marisela instalaron ante la Fiscalía de la zona norte un plantón desde el cual, además de un ayuno, alzaron la voz en demanda de que sus familiares fueran localizados.
Doña Sara leyó en esas jornadas una carta dirigida a los captores de sus hijos y muera, apelando a su clemencia para liberar a los suyos. En respuesta, su casa fue incendiada esa noche. Después de esa nueva agresión, la atribulada madre y su no menos compungida hija viajaron a la ciudad de México a plantarse ante el Senado de la República para hacerse oír en la capital. Allí recibieron, la mañana del viernes, la noticia no de la liberación que reclamaban sino la atroz nueva de su asesinato.
Todo ello ha ocurrido sin que las autoridades federales ni estatales hayan dado un paso eficaz a la solución de los casos criminales. Eso no es sólo negligencia, ni ineptitud, aunque las haya. En esas omisiones, en ese incumplimiento de deberes se esconde algo más, la complicidad con el poder homicida.
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