Quiero comenzar este discurso con el que concluimos esta larga, dolorosa y bella caravana al sur con unos versos del poeta Miguel Aguilar Carrillo: “Somos los daños colaterales/ No somos sangre alegre en las arterias/ para las urnas y las estadísticas somos los daños colaterales./ Ceniza fuimos y seremos y somos sólo ceniza/ No el rumor ante el ángel ante el ángel terrible No la sangre fluyendo en el espasmo de la piel en la piel Sólo ceniza almacenada para el dato estadístico de la primera plana/ Los conejillos de indias que comprueban que el plomo es fábrica de la ceniza Somos el número, el número sin nombre/ Un guarismo más en la estadística que el gordo bufón presenta a los micrófonos”. Por esa realidad a la que el crimen y el Estado nos ha reducido y que lleva su dolor, su rostro y su rabia en nuestros muertos, pido un minuto de silencio.
Hermanos y hermanas:
Hace 11 días salimos de este mismo lugar --donde los más primeros de nuestros padres vieron por vez primera los símbolos que reunieron a la nación-- para abrazar a nuestros hermanos del sur, para visibilizar sus dolores y abrazarlos, para unir los agravios y los dolores que recogimos en el norte con los agravios y dolores del sur, para mostrar no sólo la emergencia nacional que nuestra clase política, encerrada en los bunkers de sus oficinas y en el bienestar de sus sueldos, no quiere mirar, sino la inmensa reserva moral de la patria cuyo corazón late abajo, arriba, a la izquierda, a la derecha, en el norte, en el sur, en el este y el oeste, y decirles a los señores de la muerte y los gobiernos corruptos --revueltos en el lodo en el que están convirtiendo la tierra y el agua del país-- que somos mucho más que ellos y que en nuestra dignidad, nacida del dolor de nuestros muerto, de nuestros desaparecidos, de los ancestrales agravios a los más primeros de nosotros, llevamos vivo el país que quieren destruir y la paz que nos han arrancado.
Durante estos 11 días hemos visto que la herida abierta en Ciudad Juárez –a causa de la fallida estrategia de guerra del presidente Calderón– se ha ido extendiendo como una gangrena hacia el sur del país para juntarse con los dolores ancestrales que viven los pueblos indios y las comunidades del sur –Guerrero y Veracruz se han convertido hoy en día en réplicas de Ciudad Juárez, Monterrey y Tamauliupas–. Ambos agravios, que llevan a cuesta sus dolores y sus muertos, son el producto del modelo económico. Si la inmoralidad de la economía moderna –cuyo objetivo es la maximización de la ganancia mediante la explotación de la naturaleza reducida a “recursos materiales” y de los seres humanos reducidos a “recursos humanos”, ha arrasado tierras, despojado territorios, culturas, memorias, provocado desplazamientos, generado fuerzas paramilitares y asesinatos terribles, como el de Acteal o Aguas Blancas, para mantener el despojo, y desgarrado gravemente el tejidos de la patria, el crimen organizado no ha hecho otra cosa que llevar eso a extremos atroces: secuestros, tráfico de personas, asesinatos, uso de la fuerza de trabajo desocupada por la maximización de los recursos de la economía legal para fines delictivos, no son más que la maximización del capital y del poder mediante la explotación ilimitada de esa cosa, de esa mercancía llamada “recurso humano”. A esa enseñanza, que hemos podido visiblizar en el sur, se une, sin embargo, otras enseñanzas. En las zonas sureñas –Oaxaca y partes de Chiapas– donde, pese al sistemático despojo, permanecen vivas las formas de vida comunitarias, el crimen organizado está limitado. Acteal y las zonas zapatistas son las más seguras de los territorios por donde la Caravana de la Paz pasó. La razón es obvia, pero por obvia ajena a la ceguera mercantilista de los poderes fácticos y de la clase política: la vida común, la reserva moral del país que, contra la economía de mercado, se expresa en lo que la Caravana no ha dejado de visibilizar y de mostrar en cada plaza, en cada marcha, en cada diálogo, en cada mitin: la generosidad, la humildad, el don, la dignidad, todas aquellas virtudes que contiene el amor.
La emergencia nacional que hemos visibilizado a lo largo del país en los dolores de sus víctimas de la guerra, en las injusticias estructurales del sistema, en la corrupción y la impunidad del Estado, pide que se tomen en serio las demandas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad en lo que a los 6 puntos del documento que leímos el 8 de mayo se refieren y que se discuten en las mesas de trabajo que nacieron de los diálogos en el Castillo de Chapultepec. Pide también, después de su regreso por el sur, que mirándonos en el espejo del pasado del mundo indígenas y de las vidas pueblerinas del sur, que pensemos la manera de rehacer con ellos el tejido social cuya destrucción nos tiene en la miseria, el horror y la postración, es decir, en la pérdida del suelo de la patria, cuyo dolor no cesa. Desde esa realidad atroz, les preguntamos a los criminales. ¿qué felicidad pretenden construir para ustedes si sus cimientos se basan en la muerte, el sufrimiento y la tortura de los semejantes a ustedes? Les preguntamos también a nuestra clase política y a los poderes fáctico –tan ciegos, tan venales, tan corruptos y omisos– ¿cómo van a cuidar esta casa, que se nos derruye, si sus cimientos se edificaron sobre la indiferencia, el desprecio y el despojo a los ciudadanos; que casa van a rehacer si, arrodillados frente a los poderes del mercado global, sólo tienen imaginación para las mil formas de la violencia legalizada? Toda violencia, que es una inteligencia torcida, todo lo que obstaculiza la vida y su orden armónico, es una manera de someter la vida a la esclavitud en la que desde hace mucho vivimos y cuyos dolores llevamos con nuestros muertos a cuestas. Todo gobierno que olvida servir es un gobierno perdido, un gobierno que con su propia perdición va perdiendo día con día lo que se le encomendó custodiar, la vida humana de un país.
Nosotros no tenemos poder, no somos gobiernos, no somos roble, no somos elefante, somos caña, hormiga, los más pobres de los pobres, las víctimas, las bajas colaterales, las viudas, los huérfanos, los que no tenemos nombre porque perdimos a nuestros hijos, los despreciados que nos hemos vuelto puente, escalera que venimos a unir en el dolor y el amor el norte con el sur, el este con el oeste, porque nuestro corazón, que conoce y trae consigo, en su carne, en su piel, en su alma, los dolores de la patria, late a la izquierda, a la derecha, abajo, arriba, en el centro, en todos los hombres, mujeres, organizaciones, pueblos de todo el país que son la paz, la justicia y la dignidad de la nación.
Además opinamos, desde este lugar donde los más primeros vieron por vez primera los símbolos que reúnen a la nación: el águila, la piedra, el nopal y la serpiente, que deben respetarse los Acuerdos de San Andrés.
Plaza de la Constitución, 19 de septiembre de 2011.
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