Javier Sicilia
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Antiguamente la poesía expresaba el ethos de un pueblo. En ella, los significados profundos de la existencia y del sentido de lo universal expresado en lo particular se restablecían para mantener viva y cohesionada el alma de una nación. Esa poesía, expresada por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) mediante una narrativa distinta a la unilateralidad de los lenguajes políticos, logró por un momento romper la inhumana fragmentación del país y mostrar no sólo la emergencia nacional, sino la necesidad de una unidad que pusiera en el centro de la vida política la dignidad de la persona y la paz.
Ese hecho, sin embargo –al igual que sucedió con la poesía que nació con el zapatismo–, duró poco. La incapacidad de entender los lenguajes poéticos y la reinstalación de los lenguajes degradados de la vida política para interpretarlos –el reduccionismo ideológico, la demagogia, los enfrentamientos partidistas, los intereses de las partidocracias y de los poderes fácticos, la manipulación y la reducción del lenguaje político a la propaganda y el eslogan– borraron la realidad del país y la necesidad de una nueva forma de hacer política, y nos instalaron en la embriaguez de las elecciones –una forma, como no he dejado de repetir, de continuar la violencia que nos azota por otros medios.
La incapacidad de entender esta realidad de la poesía y de los significados perdidos no sólo se encuentra en la manera en que la ramplonería política ha malversado la narrativa del movimiento, sino en el desprecio absoluto al que la poesía –con la que el MPJD inicia siempre cada uno de sus discursos– ha sido sometida. A pesar de que los poemas que hemos leído hablan del sentido profundo de la vida humana y, en consecuencia, política, nadie nunca ha hecho alusión a ellos como la clave fundamental para interpretar el sentido humano al que la vida política debe conducirnos para refundar la nación. Por el contrario, se les ha desdeñado. El ejemplo más claro, por su cercanía, fueron los versos de Piedra de sol de Octavio Paz que utilizamos para iniciar nuestro diálogo con los candidatos en el Alcázar del Castillo de Chapultepec el 28 de mayo.
Pese a que pertenecen a uno de los más altos poemas del siglo XX y a uno de los poetas más preocupados por la vida de la nación; pese a que revelan no sólo la realidad fracturada del poder y de la vida política de México, de los totalitarismos y de las falsas democracias; pese a que aluden al pudrimiento del Estado y de las partidocracias que cada uno de los candidatos representa –en síntesis, a los pecados que el sistema político lleva a cuestas y a los cuales pueden ponérseles nombre y apellido–; pese, incluso, a que también hablan del amor –“el mundo nace cuando dos se besan”– que rompe todo ese orden perverso del poder para reinstaurar lo humano en el centro de la vida –un profundo tema que no está ni siquiera esbozado en el imaginario de la “República amorosa” –; pese a todo eso, nadie, ni la prensa ni los articulistas de fondo ni los intelectuales, mucho menos los políticos, nadie relacionó ni ha relacionado la poesía que hemos leído con la narrativa del MPJD, con su discurso político y con la realidad de las víctimas que lo ampara.
La poesía ya no insufla la vida política, ya no revela el ethos de un pueblo ni le restituye sus significados. Se le ha enviado a la periferia como si nunca se hubiese pronunciado. “Ninguna poesía después de Auschwitz”, dijo Adorno, y el país desde hace mucho es Auschwitz, una ciudad sitiada –diría Georges Steiner– que al perder sus significados ha perdido “el derecho a la libertad del viento y a la frescura vespertina” que habita “fuera de sus murallas”. De allí esa terrible sentencia del mismo Paz: “Cuando los significados se corrompen, las sociedades se pierden y se prostituyen”.
Rotos sus significados porque se ha ausentado de la poesía, México es, en medio de las palabras raídas de los asesinos, de la política, de las elecciones y de los medios de comunicación, un país destruido, fragmentado, abierto a la violencia, a la corrupción, a la impunidad y al nihilismo de las pasiones del crimen y de la demagogia ideológica. En un mundo así es imposible hacer oír el latido, la zozobra y la razón del sentimiento humano. “Aunque tuvieran mil palabras –escribió Karl Wolfskehl frente a la lengua alemana degradada en Belsen–: / la palabra, la palabra está muerta”.
En México, como en otras partes del mundo, “el lenguaje de la política se ha contaminado de oscuridad y de locura. Ninguna mentira es tan burda que no pueda expresarse tercamente, ninguna crueldad tan abyecta que no encuentre disculpa en la charlatanería del historicismo (o de la omisión de la demagogia). Mientras no podamos devolver a las palabras en nuestros periódicos, en nuestras leyes y en nuestros actos políticos algún grado de claridad y de seriedad en su significado, más irán nuestras vidas acercándose al caos. Vendrá entonces una nueva edad oscura”, escribió Steiner. Una nueva edad que surge del estrépito de las elecciones y que anuncia que la noche del sin sentido será, para nuestra desgracia, más larga y más terrible.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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