De esta manera la civilización habría engendrado a la barbarie.
Fernand Braudel
Fernand Braudel
“¡Bar…bar…bar! A estos fuereños no se les entiende ni soca. Más que hablar, ladran”. Y los llamaron bárbaros. Por decir: los tartajosos, los no griegos, los extraños, los otros.
Como enseña Tucídides, la unidad de la Hélade durante el siglo V aC se logró en la guerra del Peloponeso y con la expulsión de los bárbaros: “Poco tiempo después, todos a una y de común acuerdo, echaron a los bárbaros de Grecia”. Y es que “los bárbaros (…) venían a robar y hacer mal a la ciudad”.
Pero, ¿quiénes son en verdad los bárbaros? ¿Son los ladrones, los malvados? Nos han hecho creer que la barbarie es el horizonte inhóspito de la civilización: territorio salvaje al que todavía no llegan las luces de la razón, los valores de la modernidad, las técnicas del progreso, las sutilezas de la cultura…
No hay tal, de hecho los bárbaros han sido siempre los expulsados, los excluidos, los saqueados. “De esta manera la civilización habría engendrado a la barbarie”, escribe Braudel. Sin embargo, advierte el historiador, los bárbaros regresan, quieren ser admitidos. “Y ese retorno rara vez es pacífico”.
Siempre fue así. Los imperios necesitan una exterioridad salvaje cuya rudeza y primitivismo justifiquen el empleo de la fuerza. Un más allá sin ley del que se puedan tomar riquezas y hombres cuando hacen falta y al que se pueda enviar basura y población sobrante cuando ya no se necesitan. La barbarie no son premodernos marginales en espera de que les llegue la redención. La barbarie es el back yard de los imperios, el closet de la civilización, el lado oscuro y vergonzoso del progreso, el cadáver en el baúl de la modernidad.
Y en nuestros países, que llegaron tarde al banquete del take off y les tocó comer en la cocina con la servidumbre, la barbarie es el retrato de Dorian Grey del desarrollo, los daños colaterales de un crecimiento que –tanto si es rápido como si es lento– siempre resulta cucho, tuerto, contrahecho… vale decir predador, desigual, polarizado.
Malcriada, necia e imprudente como es, la barbarie tiene el mal gusto de asomarse por la sala cuando la civilización está de manteles largos. Como si le gustara echar a perder las fiestas exhibiendo sus garras percudidas, sus greñas mal peinadas, sus pústulas… Y luego le da por quejarse, por lamentarse en público, por gritar improperios, por romper la vajilla…
Esta es parte de nuestra historia de celebraciones frustradas por la irrupción de los bárbaros.
En 1910, en plenos fastos del centenario de la Independencia, el régimen de Porfirio Díaz presumía sus mejores galas –30 años de paz social, crecimiento económico y florecimiento de las artes–. Los hijos de un régimen que se congratulaba de haber sustituido la política por administración desfilaban en sus carruajes por nuestros Campos Elíseos, por la imperial Avenida Reforma, eran los entenados del milagro porfirista. Entonces el peladaje urbano y la chusma rural llegaron a contradecir. La revolución de 1910 fue un escupitajo en la cara polveada de Don Perfidio, del mixteco talqueado en que se había convertido el héroe del 2 de abril. Pero fue también un mentís a las promesas del progreso, un zape a la emperifollada modernidad.
Sesenta años después, en 1968, el régimen celebraba un nuevo milagro mexicano: urbanización, industrialización, ampliación de las clases medias, medio siglo de estabilidad y crecimiento económico a tasas del siete por ciento anual. Un país capaz de organizar Olimpiadas era un país instalado en la modernidad. Pero los estudiantes llegaron a contradecir. No la pobrería obrera y campesina sino los privilegiados con acceso a la educación media y superior. ¡Malagradecidos! El movimiento del 68 fue un escupitajo en la cara de Díaz Ordaz, del “pinche hocicón”, del asesino de Tlatelolco, pero también un tache a la “revolución hecha gobierno” y al “desarrollo estabilizador” como fórmulas de progreso y modernidad.
Un cuarto de siglo más tarde, operadas las políticas de “ajuste estructural”, desregulación, privatización de funciones públicas y apertura económica, los tecnócratas festejaban la puesta en sintonía del país con las recetas del Consenso de Washington. En 1994 no hubo fiestas del Centenario ni Olimpiadas mexicanas, a cambio de eso se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), nuestra garantía de que el malencarado cadenero ahora sí nos permitiría ingresar al selecto antro de los primermundistas. Y en eso estábamos cuando los indios del sur se alzaron en armas. Con el clarinazo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el “pelón Salinas” –de origen, políticamente ilegítimo– llegaba al término de su administración en medio de la ilegitimidad social. Y de pasada los pasamontañas chiapanecos torpedeaban la pretensión de que, por obra del TLCAN, ya éramos miembros del selecto club de la modernidad globalizada.
Han transcurrido otros 16 años y en México no sólo se conmemoran cien años de la Revolución y 200 de la Independencia, el panismo celebra también una década de ocupar la Presidencia. En el 2000 se puso fin a un autoritarismo priísta que parecía eterno y hoy tenemos pluralismo político, alternancia de partidos en cargos públicos, equilibrio de poderes... Con las administraciones de Fox y Calderón, la “dictadura perfecta” inaugurada en el arranque de la posrevolución habría dejado paso a la democracia y con ello a la esperada modernidad política… Y sin embargo el país se cae a pedazos y nunca el futuro fue tan ominoso.
¿Será que algún masiosare se place en sabotear nuestras expectativas de saborear las mieles del progreso? ¿O es que los mexicanos estamos hechos a la mala vida y solitos arruinamos una y otra vez nuestro ingreso a la real modernidad?
Ni lo uno ni lo otro. Lo que pasa es que civilización y barbarie son las dos caras de una misma realidad social, tan inseparables como el rostro amable del doctor Hekyll y la torva faz de mister Hide. México es una sociedad bárbara no porque le haga falta modernizarse más, sino porque así de fea, dispareja y contrahecha es la modernidad capitalista realmente existente.
¿Que si hay de otra sopa? Claro que la hay. Pero para guisarla habrá que romper primero el espejo encantado de la modernidad, desembarazarnos del fetiche del progreso y retomar –o inventar– el camino del buen vivir.
Antes de documentar con algunas perlas el “México bárbaro” del tercer milenio, puede ser útil asomarnos a la experiencia mexicana de John Kenneth Turner, el periodista que hace cien años acuñó la fórmula en un libro de ese nombre publicado en inglés.
A principios del pasado siglo, aun para los gringos con ideas de izquierda, como John, México era un país que se iba de gane y Díaz un “tirano amable”, un “déspota gentil”. De modo que no comprendían por qué Ricardo Flores Magón, Librado Rivera y Antonio Villarreal organizaban guerrillas para sacarlo, motivo por el cual el gobierno estadounidense los tenía en la cárcel.
Para tratar de entender, el periodista entrevista en prisión a los mexicanos y más tarde publica lo que le dijeron. Este es un fragmento: “¿Por qué unos hombres cultos se alzaban en armas contra una República? ¿Por qué deseaban derrocar a su gobierno? “Porque éste había hecho a un lado la Constitución –respondieron–, porque había abolido los derechos cívicos; porque había desposeído al pueblo de sus tierras; porque había convertido a los trabajadores en siervos, peones y algunos de ellos verdaderos esclavos”. Bueno, me dije, si esto es verdad tengo que verlo”. Y lo vio.
Saldo de su viaje fue una serie de reportajes que documentan la guerra de exterminio contra los yaquis, que al caer prisioneros eran llevados a trabajar como esclavos en las haciendas henequeneras de Yucatán; el consumo “a muerte” de la mano de obra forzada que laboraba en las vegas tabacaleras de Valle Nacional, porque era más barato conseguir nuevos trabajadores que mantener vivos a los “usados”; las cárceles privadas; los castigos corporales. En resumen, la ignominiosa barbarie que sustentaba la modernidad porfirista… y cualquier otra modernidad.
Miradas al nuevo México bárbaro:
Lo que va de ayer a hoy. Hace cien años los jóvenes desempleados del centro y el norte eran forzados a trabajar en las plantaciones negreras del sur y el sureste. Hoy los jóvenes desempleados del sur y el sureste se ven forzados a trabajar en las plantaciones negreras del norte y el noroeste.
Exilio dorado. Al principio los pobres se iban a Estados Unidos porque México era un desastre, luego las clases medias se iban a Estados Unidos porque México era un desastre, hoy los ricos se van a Estados Unidos porque México es un desastre…
El tamaño sí importa. No asesinan a un migrante, en un día matan a 72. No escapa un preso, huyen más de 150 de una sola vez. El cierre de Luz y Fuerza del Centro deja 40 mil desempleados. Los migrantes en tránsito afectados por secuestros suman 20 mil. Las bajas mortales por la guerra de Calderón pasan de 30 mil…
¿Ninis? Dice el gobierno que no es correcto llamar ninis a los ninis. Tiene razón. Lo correcto es llamarlos nonis, pues no estudian ni trabajan.
Niño malo. Un narco de 14 años, mata, descuartiza, castra… Los medios están consternados. No por la sociedad que hizo delincuente a un niño, sino porque nuestras leyes no permiten castigarlo como el desgraciado se merece.
*** Al excluir y expulsar a los “sobrantes” la civilización engendra a la barbarie, explicaba Braudel. Pero los excluidos regresan –advertía– y “este retorno rara vez es pacífico”.
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